¿Qué representa el nombre de la Flotilla Global Sumud?

DANIELE BALICCO (investigador y docente de literatura y periodismo político, Universidad Roma 3, colabora con Il Quotidiano, Il Manifesto)

La naturaleza humana es capaz del canibalismo así como de la Crítica de la razón pura.
Robert Musil, Europa desarmada (1922)

La historia europea parece haber comenzado, de repente, hace tres años. Con dos acontecimientos aparentemente inesperados. El primero tuvo lugar el 24 de febrero de 2022 con la invasión a Ucrania por parte de la Rusia de Putin. El segundo se manifestó en forma de un sangriento atentado terrorista: el 7 de octubre de 2023, Hamás mata a 1200 civiles israelíes y secuestra a 250. Empecemos por el primero. Casi todos los medios de comunicación europeos describieron la invasión a Ucrania por parte de la Rusia de Putin como el ataque repentino de un autócrata derrocado contra una joven democracia desarmada. Hay un agresor (el malo, el ruso) y hay un agredido (el bueno, el ucraniano). Incluso la fábula de la rana y el escorpión de Esopo presenta una idea de la realidad más compleja. Sin embargo, este marco regresivo, esencialmente infantil, se convertirá, de inmediato, en un estribillo omnipresente que repiquetea en la radio, la televisión y los periódicos; mientras que el cuerpo cada vez más apuesto del presidente ucraniano Zelensky pasará a formar parte forzosamente del inconsciente político europeo, como símbolo de una resistencia heroica, totalmente masculina y guerrera, a las fuerzas abrumadoras de un Mal enigmático y, por ello, incognoscible.

Muy pronto, la figura de Zelensky, transfigurada en una especie de arcano mayor del tarot, aparecerá por todas partes. No solo en las sesiones oficiales de los distintos parlamentos europeos —cabe señalar que, a día de hoy, Ucrania no forma parte ni de la Unión Europea ni de la OTAN—, sino también en los programas de entrevistas y de entretenimiento más populares. Incluso se leerá uno de sus discursos durante el Festival de la Canción Italiana de San Remo, mientras que la revista de moda Vogue dedicará a su esposa una portada en papel satinado, en la que aparece retratada mientras su marido-héroe la abraza. Ella está muy elegante, sobria, vestida de negro, con la mirada triste fija en la cámara; él, severo y melancólico, aparece con las ya habituales camisetas militares que perfilan unos antebrazos cada vez más esculturales, al estilo de Miguel Ángel. No es de extrañar que la comunicación del presidente de Ucrania esté estudiada al milímetro. Él mismo es uno de los fundadores de Kvartal95, la productora de programas de televisión que lo llevó al éxito, primero como bailarín, ganando en 2006 la edición ucraniana del programa “Bailando bajo las estrellas”; luego como actor protagonista de la serie de televisión “El servidor del pueblo”, donde interpreta a un profesor de historia que de repente se convierte en jefe de Estado. Ni siquiera la mente genial de Guy Debord habría podido predecir tal cortocircuito político-mediático.

Si Zelensky se ha convertido en pocos meses en un héroe popular, y los neonazis de su infame batallón Azov se han convertido en ávidos lectores de Immanuel Kant —como afirmó el comandante Kuharchuck en el diario liberal La Repubblica, en una entrevista concedida el 25 de marzo de 2022 a Fabio Tonacci—, los rusos, por el contrario, han desaparecido literalmente de la escena mediática, salvo como manifestación diabólica del Mal. En estos tres años, la Comisión Europea ha aprobado dieciocho paquetes de sanciones económicas contra la Rusia de Putin, para castigarla por una agresión contra un Estado —repito— que no forma parte de la Unión Europea, ni mucho menos de la OTAN. Habría mucho que discutir sobre el sentido de estas sanciones, en primer lugar, ¿por qué solo a Rusia? Sin embargo, estas medidas siguen, como mínimo, una lógica de contraste, ya que están concebidas como armas de presión política. El problema es que esta lógica aparentemente racional procede armando a su alrededor todo un delirante hábitat mediático-cultural en el que, en pocas semanas, de repente, toda la cultura rusa ha caído forzosamente bajo la categoría estética-moral de lo obsceno. Solo dos ejemplos absurdos, entre muchos otros. El primero: la rectora de la Universidad Bicocca de Milán, Giovanna Iannantuoni, canceló, en las semanas posteriores a la invasión rusa, un seminario de lecturas sobre Fiódor Dostoyevski a cargo del escritor Paolo Nori. Ante la consternación del propio Nori y, hay que decirlo, de unos pocos comentaristas, la rectora propuso mantener las reuniones programadas, a condición de que la discusión de las obras de Dostoievski se complementara con al menos otras tantas obras de cualquier autor ucraniano. Esta propuesta demencial fue ideada por la rectora de una prestigiosa universidad pública y fue votada por su comisión académica; no es la ocurrencia de una influencer de Tik Tok. Segundo ejemplo, aún más delirante. A partir de 2022, los gatos rusos ya no podrán participar en los concursos internacionales de belleza felina. No es una broma: esto es Occidente y esta es la Europa actual. Un continente preso de un delirio colectivo forzado, inducido por los espejos ardientes de sus omnipresentes medios de comunicación.

El conflicto entre Rusia y Ucrania es trágico. Ha causado muertes y destrucción, de las que aún no hay datos oficiales. Toda una generación de jóvenes ucranianos y rusos ha sido masacrada. Sin embargo, este conflicto no comenzó el 22 de febrero de 2022, sino casi diez años antes, si lo circunscribimos a esta zona geopolítica concreta; y si, por el contrario, quisiéramos situarlo, para intentar interpretarlo, en un contexto más amplio, representa el último episodio de un conflicto hegemónico que ha enfrentado a Rusia y Estados Unidos desde el colapso de la Unión Soviética; y, por lo tanto, debería interpretarse como una respuesta contundente de Putin a la estrategia de cerco que la OTAN ha perseguido sistemáticamente contra Rusia en los últimos treinta años. Este sencillo panorama general, difícil de refutar, sigue estando hoy en día excluido del debate público, periodístico e incluso académico, con raras y meritorias excepciones. Sobre todo, no se puede decir una verdad banal: y es que los habitantes de Ucrania, y de la propia Europa, no son más que víctimas sacrificiales de una partida de ajedrez, jugada al ataque y por encima de sus cabezas, sobre todo por una superpotencia en declive y delirante, los Estados Unidos de América, endeudada con el mundo entero y dispuesta a incinerarlo, antes que reposicionarse como potencia regional. Podría ser la conciencia de la trascendencia histórica de esta obscena verdad lo que ha aterrorizado a las clases dirigentes europeas, haciéndolas sucumbir hasta la autodestrucción, como demuestra el caso North Stream. Veámoslo más detenidamente.

El 26 de septiembre de 2022 explotaron en el mar Báltico los gasoductos North Stream I y II, que desde 2011 transportaban gas a bajo costo desde Rusia a Alemania y, desde allí, a toda la Unión Europea. La prensa habló inmediatamente, durante semanas, de un grave acto de terrorismo ruso. Hoy en día, la reconstrucción de lo sucedido está clara. La manipulación de North Stream fue planeada por Estados Unidos: el objetivo era obligar a la Unión Europea, y en particular a Alemania, a interrumpir cualquier relación comercial con Rusia y a comprar gas de esquisto estadounidense, que, sin embargo, es cuatro veces más caro. El atentado, concertado por los servicios de inteligencia polacos y noruegos, fue ejecutado materialmente por comandantes ucranianos, uno de los cuales, el general Valery Zaluzhny, es hoy embajador en Londres; mientras que, a otro, Volodymyr Z, Polonia le niega la extradición a Alemania. De hecho, el primer ministro polaco Tusk declaró la semana pasada que el problema no fue el sabotaje del North Stream, sino haber diseñado esa infraestructura con los rusos hace más de veinte años. Ante declaraciones públicas tan graves, la Unión Europea guarda silencio. Ni la presidenta Von der Leyen, ni el Parlamento Europeo, ni el presidente alemán Steinmeier han tomado posición públicamente. En cambio, Alemania acaba de aprobar un plan de rearme de 900 000 millones de euros. ¿Para defenderse de quién? ¿De los rusos? ¿O de los estadounidenses, de los ucranianos, de los polacos, de los noruegos? ¿De quién?

El segundo acontecimiento, casi un año y medio después de la invasión rusa de Ucrania, es el atentado terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023. La respuesta de Israel a lo sucedido es bien conocida. En dos años, bajo el liderazgo de Netanyahu y con la complicidad de Estados Unidos y la Unión Europea, la operación Espadas de Hierro literalmente pulverizó la Franja de Gaza, causando un número vertiginoso de muertos, en su mayoría niños y mujeres. Las estimaciones oficiales hablan de más de 70.000 víctimas; las extraoficiales describen un panorama apocalíptico, lamentablemente bastante realista, en el que se habría superado el umbral de más de 200.000 muertos en dos años. Francesca Albanese, relatora especial de la ONU sobre la situación de los derechos humanos en los territorios palestinos ocupados desde 1967, ha condenado repetidamente en sus cuatro informes oficiales (el primero es del 18 de octubre de 2022, es decir, un año antes del ataque terrorista de Hamás) las políticas anexionistas de Israel hasta configurar (a partir del tercer informe del 25 de marzo de 2024) el delito internacional de genocidio. En su último trabajo, presentado ante la ONU el 30 de junio de 2025 y titulado “De la economía de la ocupación a la economía del genocidio”, Albanese denuncia las complicidades estructurales que vinculan a las economías estadounidense y europea, y se trata de una lista documentada de multinacionales muy conocidas, entre las que se encuentran IBM, Amazon, Google y Microsoft; empresas públicas y privadas, como la italiana Leonardo Spa y la sueca Volvo; y prestigiosos centros de investigación y universidades, como el MIT de Boston, a la práctica de exterminio sistemático llevada a cabo por Israel en los últimos dos años. A causa de este informe, la relatora de la ONU ha sido sancionada por el gobierno de los Estados Unidos de América. De hecho, está sufriendo el mismo trato jurídico que se reserva a las figuras incluidas en la lista negra del terrorismo internacional.

Francesca Albanese ya no puede entrar en Estados Unidos y, por lo tanto, no puede acudir a la sede de la ONU en Nueva York. Además, sus bienes han sido congelados porque ningún banco del mundo occidental puede gestionar fondos a su nombre. Si su hija de 13 años le prestara dinero en Estados Unidos, se arriesgaría a 20 años de cárcel y una multa de 1.000 millones de dólares. Ante un ataque tan violento contra una relatora de la ONU, de nacionalidad italiana y ciudadana europea, cabría esperar al menos una declaración pública de defensa por parte del presidente de la República Italiana, Sergio Mattarella, o de la presidenta de la Unión Europea, Ursula Von der Leyen. Pero nada. Silencio. Al igual que ha guardado silencio en los últimos dos años el Parlamento Europeo ante la masacre en directo de toda una población. Se han aprobado dieciocho paquetes de sanciones económicas contra la Rusia de Putin; ni uno solo contra Israel. Como si fuera poco, la vicepresidenta del Parlamento Europeo, la italiana Pina Picerno, miembro del Partido Demócrata, se reunió públicamente en Bruselas el 25 de marzo de 2025 con representantes del Israel Defense and Security Form, una asociación de lobby de derecha que defiende los intereses de los colonos israelíes en los territorios ocupados. ¿Cómo es posible que todo esto ocurra durante un genocidio declarado y denunciado por la ONU? Una vez más, la decisión de inacción de las clases dirigentes europeas podría derivarse de cuestiones muy “pragmáticas”. Por ejemplo, de la conciencia de que la ciberseguridad europea está, de hecho, desde hace años, en manos de Israel y que Gaza, por lo tanto, no es solo un territorio, sino, como ha sostenido Alberto Negri en el diario Il Manifesto, un destino marcado para cualquiera que se oponga al poder desmesurado de los Estados Unidos de América hoy en día, del que Israel no es más que el estado número 51.

En una entrevista publicada en el boletín informativo de la editorial italiana Tlon, Jianwei Xun (autor de un brillante ensayo político, Ipnocrazia, y que hoy sabemos que no es más que el nombre de una subjetividad filosófica de inteligencia artificial, diseñada por Andrea Colamedici) describe a la perfección los efectos psíquicos masivos causados por esta inédita sobreexposición mediática intensiva de brutalidad, injusticia e hipocresía institucional:

«Saber que somos impotentes mientras vemos cómo el poder actúa con impunidad genera un estado de disociación funcional: seguimos viviendo mientras una parte de nosotros sabe que todo esto ocurre bajo el signo de una violencia que podría afectarnos en cualquier momento. El sistema hipnótico nos recuerda cada día: mirad lo que podemos hacer en Gaza, a cualquiera que critique a Kirk, a cualquiera que se oponga. Y vosotros no podéis detenernos. Este conocimiento de la impotencia, repetido a diario a través de mil ejemplos grandes y pequeños, mantiene a la población en ese estado alterado de conciencia que es el medio mismo del poder hipnótico. La demostración de fuerza se ha convertido en una técnica de gobierno cotidiano».

Coincido con Franco Berardi “Bifo” en considerar esta descripción teórica como el retrato más verosímil de la forma de vida contemporánea a la que todos estamos sometidos. Solo partiendo de este horizonte teórico, de hecho, se hace inmediatamente inteligible el poder liberador que ha tenido, en las últimas semanas, la acción de Global Sumud Flotilla sobre millones de personas. Frente a un poder que gobierna con fuerza bruta, arbitrariedad, violación de cualquier derecho y sustancial impunidad, la única oportunidad para interrumpir esta hipnosis implosiva ha sido obligar a este mismo poder a desnudarse, mostrándose tal y como es: una fuerza brutal, ciega, ilegítima e incapaz de inteligencia. De todo esto se trata la acción de la Flotilla Global Sumud: de la posibilidad de interrumpir una disociación psíquica implosiva a través de una acción poética. Hecha de veleros, cuerpos desarmados y desprovistos de cualquier mandato político institucional. Personas sencillas, no violentas, ciudadanos desnudos que desafían el poder tecnológico desmesurado de quienes se creen dueños del mundo. También en este caso, hay que recordar que el proyecto ya tiene más de diez años de historia, pero la fuerza del impacto que ha tenido ahora en la opinión pública europea no se entiende si no se lee como una acción capaz de desactivar el efecto implosivo de tres años de violenta hipnocracia. Las cifras de la reacción masiva, de la que fui testigo directo, son impresionantes. Solo en Italia, ya en la noche del 1 de octubre, cuando llegaron las primeras informaciones sobre la acción de piratería israelí contra los barcos de la Flotilla en aguas internacionales, la reacción pública fue impresionante. Roma, en plena noche, quedó bloqueada por miles y miles de manifestantes, en su mayoría muy jóvenes. Y todo continuó en los días siguientes con una intensidad creciente, primero con la participación de más de dos millones de trabajadores y estudiantes en la huelga general; y luego, el sábado 4 de octubre, con una manifestación nacional masiva, también en Roma, de más de un millón de personas. Más o menos lo mismo ocurrió en España y en Holanda; y en casi todas las capitales europeas se sucedieron impresionantes manifestaciones masivas. Ahora nos encontramos ante una tregua que se hace pasar por paz, pero tal vez la pantalla hipnótica empiece a resquebrajarse aquí y allá. Nunca como hoy hemos estado gobernados por instituciones carentes de legitimidad, Nunca como hoy ha sido tan visible la arbitrariedad del poder soberano. Nunca como hoy la amenaza de una guerra mundial sin sentido nos parece tan cercana. La fuerza de este movimiento es solo poética, no política. Y la violencia ya preparada para golpearlo será de proporciones inmensas. A pesar de ello, se ha abierto una brecha inesperada. Y eso ya es mucho; al menos para no avergonzarse, como Josef K. en El proceso de Kafka, de pertenecer a la especie humana.

FOTO: Tiempo Argentino

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