Institucionalidad del común en las políticas de transición medioambiental y social.

Por ANTONIO DI STASIO

Riqueza social versus valor mercantil

Un punto decisivo para hacer visibles los principios de lo que llamamos Común es subrayar la distinción entre el concepto de valor mercantil y el de riqueza social. Muy a menudo estos términos se utilizan como sinónimos. Esto se debe al hecho de que en la vulgata economicista toda creación de nueva riqueza, de bienes y servicios, se hace corresponder exclusivamente a inversiones privadas orientadas a la ganancia. Se trata de un supuesto que tiene una consecuencia normativa precisa: la prioridad de las formas de regulación pública debe tener como objetivo central el apoyo y el estímulo de la inversión privada, ya que sólo su estímulo permite la creación de nueva riqueza en beneficio del conjunto de la sociedad. Este es uno de los supuestos fundamentales típicos de lo que primero Michel Foucault y más tarde otros autores, entre ellos Dardot y Laval, denominaron «gubernamentalidad neoliberal».

Sin embargo, ya con Ricardo, y más tarde con Marx, tenemos una clara distinción de los dos conceptos que nos permite cuestionar ese supuesto y, por tanto, concebir de otro modo la racionalidad y las premisas de las formas de regulación (véase Branciaccio, Giuliani y Vercellone, 2021). La relación entre valor mercantil y riqueza es análoga a la relación entre la parte y el todo: la riqueza engloba la totalidad de los valores de uso (los bienes y servicios disponibles en un momento dado), mientras que el valor mercantil se refiere a la parte de los valores de uso producidos para ser vendidos (valor mercantil). Por lo tanto, la riqueza incluye los valores de uso producidos por la tierra, la cooperación, las actividades de reproducción social, las infraestructuras materiales e inmateriales producidas colectivamente, etcétera. En otras palabras, incluye todas aquellas condiciones previas que también son fundamentales para el desarrollo de los circuitos de valorización y que van más allá de las meras actividades de naturaleza estrictamente económica y orientadas a la obtención de beneficios y/o ingresos monetarios. Dicho de otro modo, desde esta perspectiva, los niveles de productividad del sector privado aparecen como una variable dependiente de una serie de otras condiciones sociales vinculadas al nivel general de escolarización, la confianza social, la calidad de los servicios públicos, la existencia de un ecosistema saludable, etc.; elementos todos ellos que en su conjunto conforman el andamiaje institucional de una sociedad e indican la eficacia de la producción social generalizada.

Son precisamente las crisis climática, social y pandémica las que están haciendo emerger con especial claridad la pertinencia del concepto de riqueza social: en el momento en que las bases de la reproducción de la vida han entrado en crisis, los mecanismos de valorización económica también han entrado en crisis; del mismo modo, los procesos de perturbación de los equilibrios medioambientales indican con creciente evidencia -piénsese en las olas inflacionarias- una progresiva destrucción de las condiciones de habitabilidad del planeta y, por tanto, un progresivo aumento del tiempo de trabajo requerido para satisfacer necesidades sociales elementales como alimentación, movilidad, vivienda, etc. Como subraya Nancy Fraser (2020), hay condiciones extraeconómicas que subyacen a la economía en el sentido estricto del término (si entendemos por economía todas aquellas acciones encaminadas a la búsqueda del beneficio monetario). Se trata entonces de encuadrar las diferentes fuentes de producción de riqueza social e identificar los principios institucionales más eficaces para garantizar su valorización mediante procesos de institucionalización socialmente reconocidos.

Ahondando en esta vía, el economista francés Jean Marie Harribey (2020) ha identificado recientemente cuatro niveles de articulación de la producción de riqueza. 1) En primer lugar, tenemos la producción de riqueza no monetaria, en la que los sujetos producen valores de uso social, es decir, productos tangibles o intangibles útiles para los demás, sin compensación monetaria. Lo hacen por razones de afectividad (como, por ejemplo, en el ámbito de las relaciones familiares o de amistad), de comunicación social (piénsese en la producción de datos en la web), de reconocimiento social y de autoestima (diversas formas de trabajo voluntario), así como de muchas otras maneras más o menos legitimadas. Todo ello constituye una gran bolsa de producción social de valores de uso que, aunque pueda ser objeto de una valorización monetaria ex post, se produce según racionalidades que, al menos en principio, le son en su mayoría ajenas. De hecho, gran parte de la calidad de las relaciones y de la vida de los sujetos depende precisamente del tiempo que cada persona tiene que dedicar a actividades de este tipo: productivas desde el punto de vista de la riqueza social, pero aparentemente improductivas desde el punto de vista del aumento del PIB o del capital privado. Sin embargo, estas actividades generalizadas suelen quedar capturadas o reducidas al mínimo por el hecho mismo de que las formas institucionalizadas (privadas y públicas) de reconocimiento están ausentes o, cuando están activas, tienden a reconducirlas a los mecanismos más clásicos de mercantilización. 2) En segundo lugar, Harribey sostiene que, especialmente en las sociedades europeas, existe una economía monetaria no mercantil importante, aunque muy debilitada. Aquí el economista francés se refiere a ese bienestar público, y también al abigarrado mundo de la economía sin ánimo de lucro y del común, que, cuando no están funcionalizados por la racionalidad del mercado, siguen representando un caso en el que la escolarización masiva, la seguridad social y el mutualismo, la higiene y la sanidad públicas, así como las infraestructuras de comunicación y movilidad, han sido garantizadas por iniciativas públicas o colectivas no orientadas a la ganancia inmediata. Muchas de estas «infraestructuras» están relacionadas con el reconocimiento de una serie de derechos, como los de la educación y la sanidad, que de hecho han aumentado decisivamente la calidad de vida, pero cuyo reconocimiento, consagrado en las Cartas Constitucionales de varios países, se ha desvinculado de su rentabilidad económica (aunque, de hecho, estos procesos hayan garantizado altas tasas de productividad). 3) Una tercera categoría es la de la producción mercantil no orientada a la realización de la acumulación monetaria – aquí podemos pensar, por ejemplo, en todas aquellas actividades económicas de tipo artesanal insertas dentro de un modelo de circulación de la riqueza del tipo m-d-m (mercancía-dinero-mercancía) donde la producción y el intercambio están ciertamente orientados a la venta, pero el dinero no se presenta como un instrumento de poder social, sino como un medio útil para satisfacer las necesidades sociales de los productores. Autores como Braudel (2006) y Polanyi (2010) han insistido mucho, con razón, en sus análisis históricos sobre la necesidad de no aplastar la economía de intercambio tout court a partir del funcionamiento de la economía capitalista. Todavía hoy existen formas “espurias” de circulación de la riqueza basadas en el circuito m-d-m: pensemos en la artesanía o en los experimentos más virtuosos de economía circular y de comercio justo. 4) Por último, tenemos las actividades basadas en la producción de riqueza con vistas a la acumulación de un capital monetario: el modelo más conocido de empresa privada centrada en la realización de rentas o ganancias según el circuito d-m-d’ (dinero-mercancías-más dinero). Esta última categoría, que a menudo se considera erróneamente como la única forma social existente de producción de riqueza, puede desglosarse a su vez en dos partes. 4a) Por un lado, existen empresas privadas que producen bienes útiles para quienes los compran, pero que al mismo tiempo provocan, desde el ciclo de producción hasta el momento del consumo, externalidades positivas, garantizando un aumento general del nivel de riqueza disponible -después de todo, fue precisamente en este último supuesto en el que los economistas liberales consideraron que la mano invisible del mercado era siempre un proceso virtuoso en sí mismo; 4b) por otra parte, hay empresas privadas que ciertamente producen valores de uso considerados útiles para quienes los compran y hacen un uso directo de ellos, pero que, por razones intrínsecamente ligadas a su producción, distribución o consumo, generan externalidades negativas en detrimento de otros que no participan en la transición – piénsese en la huella ecológica de la industria extractiva, los efectos de la desigualdad económica, los riesgos que una concentración excesiva de capital determina sobre los equilibrios democráticos de un país, pero también aquellas instituciones financieras que, sabiéndose demasiado grandes para quebrar, se apoyan en el conocido «riesgo moral» obligando a las instituciones públicas a cubrir los costes de sus riesgos. En todos estos casos, la producción de valores de uso para el intercambio entre particulares no va necesariamente acompañada de un aumento global de la riqueza social, sino que puede ser incluso la causa de una destrucción creciente de otros valores de uso sociales vinculados al equilibrio de los ecosistemas, la cohesión y la confianza social.

Con los procesos de globalización y la creciente centralidad asumida por el entorno social y natural, el tema de las externalidades, así como el problema de su cuantificación, se ha vuelto cada vez más decisivo (Cf. Coase 1988; Sen, Stiglitz y Fitoussi 2010). Sin embargo, como los autores que han desarrollado estos análisis se han basado a menudo en la identificación del concepto de riqueza con el de valor mercantil, el estudio de las externalidades no se ha desarrollado a lo largo de los otros niveles que hemos trazado con Harribey. De hecho, si existen procesos productivos privados con externalidades sociales y ambientales negativas, del mismo modo no es posible considerar lo público, entendido de forma genérica y complementaria (como no privado), exento de mecanismos de apoyo cuando no de participación activa en dinámicas vectoriales de fenómenos neguentrópicos (de entropía negativa) y de destrucción de riqueza social (Cf. Leonardi 2017). Una de las debilidades de la oposición clásica entre las virtudes de lo público y las de lo privado encuentra precisamente en este punto una limitación fundamental. Al desplazar el foco del análisis del sujeto de la producción al modo en que se produce, sobre los principios y las lógicas sociales que fundamentan sus procesos y finalidades, adquirimos un punto de vista transversal.

En otras palabras, de lo que se trata es de pasar de una definición puramente negativa de la riqueza, como no privada, a un análisis que discierna positivamente en ella procesos sociales alternativos de organización. Y dentro de este marco problemático, una feliz excepción la representa la literatura que se viene desarrollando en torno a los temas de los bienes comunes y del Común desde los estudios realizados por la Premio Nobel Elinor Ostrom. Estos enfoques, por un lado, han insistido en el hecho de que los procesos de producción centrados en la acumulación de capital no son las únicas formas sociales existentes para producir riqueza; por otro, han analizado diferentes formas de gestión y organización de las instituciones, haciendo hincapié en el autogobierno como característica esencial en la figuración de una transición medioambiental y social efectiva.

 

Tragedia de los bienes comunes y antropología negativa

La especificidad de los bienes comunes y del Común no hay que buscarla en su dimensión monetaria o no monetaria, sino en el tipo de regulación y el nivel de democratización que sustentan sus actividades productivas. Los procesos de comunalización de lo público y lo privado pueden entonces generarse, por un lado, dejando en segundo plano el imperativo de la acumulación monetaria y, por otro, haciendo del autogobierno el principio de gestión en torno al cual se administran las actividades productivas y reproductivas. Este último aspecto es decisivo porque hace de la autonomía formal y material de los sujetos la condición para impulsar un sistema productivo de riqueza, de externalidades positivas, más allá de la soberanía estatal y de la economía capitalista.

Si, por el contrario, nos fijamos en el debate económico y jurídico moderno, desde Adam Smith hasta los autores más recientes, la tesis dominante atribuye al mercado y al Estado la prerrogativa de fundar la organización social y, por tanto, de desarrollar la riqueza, sin reconocer ningún espacio fuera de estas dos esferas. El célebre artículo de Garrett Hardin en The Tragedy of the Commons de 1968 -contra el que se mueven todos los teóricos de los bienes comunes y del Común- es un ejemplo emblemático de cómo la generación de riqueza se ha remontado al binomio Estado-mercado.

Lo que realmente hace interesante este texto -y lo que lo ha convertido en uno de los principales objetos de crítica de los teóricos de los bienes comunes- no es la fuerza de los argumentos ni la idoneidad de las referencias históricas. El elemento decisivo es que las relaciones sociales de poder, como relaciones sistemáticas, deben ser legitimadas como un resultado necesario de la naturaleza humana. El autogobierno se descarta a priori, como incompatible con un presupuesto antropológico muy preciso que ve al individuo como maximizador de sus propios intereses económicos.

Una tesis que también encontramos en diversos exponentes de la historia del pensamiento moderno. Por ejemplo, en el ámbito filosófico-político, la posición mayoritaria es que sin una separación originaria entre gobernantes y gobernados no habría posibilidad de producción normativa efectiva; sólo resultaría un pluralismo extremo y caótico, cuyo modelo paradigmático sería el estado de naturaleza hobbesiano. En el ámbito económico, por otra parte, se argumenta que la propiedad privada es una condición indispensable para cualquier forma de producción social; sin ella tendríamos una sociedad de free riders: una carrera desordenada por acaparar y consumir lo más rápidamente posible los recursos naturales disponibles.

De hecho, el texto de Hardin tiene el mérito de vincular precisamente estos dos aspectos: la producción normativa y la producción de riqueza. Lo público y lo privado aparecen como dos esferas absolutamente complementarias y necesarias entre sí. El ser humano, una vez presupuesto como animal sustancialmente egoísta y beligerante con sus semejantes, para tener alguna posibilidad de sobrevivir y salir de la condición de soledad e impotencia originarias –por mor de su propio antagonismo «natural»- debe ser inducido a frenar y doblegar sus impulsos más peligrosos hacia la cooperación social. Los únicos mecanismos institucionales capaces de realizar esta tarea, siempre desde la perspectiva hobbesiana, encuentran su fuerza normativa en la coerción, directa o indirecta.

La tragedia de los bienes comunes no sería otra cosa que la contraprueba de esta tesis. Para Hardin, como res nullius, tierra de nadie expuesta a la apropiación de todos, los bienes comunes, al permanecer en tierra de nadie más allá de lo público y lo privado, están irreversiblemente condenados a la tragedia de su depredación, es decir, a convertirse en fuente de conflicto social y objeto de consumo improductivo y destructivo. Dicho de otro modo, según Hardin, otras formas de producción de riqueza, fuera de la coerción pública y de la propiedad privada, no encontrarían un modo de regulación propio.

Como los recursos son escasos y el deseo de los individuos tiende a ser ilimitado, en ausencia de mecanismos institucionales capaces de frenar o desviar las tendencias depredadoras, sólo puede haber degeneración y destrucción de los recursos. La única forma de evitar esta espiral viciosa, según Hardin, es mediante la propiedad privada o la coerción estatal. La primera consiste en individualizar los costes de las propias elecciones mediante mecanismos de mercado. Por ejemplo, en el caso de la reproducción se trataría de hacer pagar a las familias todos los costes derivados de su elección de tener un número de hijos desproporcionado para sus posibilidades:

Si cada familia humana dependiera únicamente de sus propios recursos; si los hijos de padres sin recursos pasaran hambre; si, por lo tanto, la procreación excesiva supusiera en sí misma una especie de «castigo» para esa línea genealógica – entonces no habría ningún interés público en controlar la reproducción de las familias (Hardin 2009, p. 6)[1]

La segunda consiste en la intervención del Estado, que puede sancionar directamente determinadas elecciones de los individuos. En este caso, la sanción interviene para que las consecuencias de las acciones sociales consideradas contrarias al interés público sean siempre más costosas que los beneficios derivados de la propia acción. Si el mercado es en cierto modo preferible, ya que deja al individuo la libertad de elegir en cada momento según su función de utilidad, por otra parte, como la correspondencia entre el interés privado y el interés público no siempre es realizable por el mecanismo mercantil, la intervención del Estado en muchos ámbitos se hace inevitable:

La única manera de preservar y cultivar otras formas de libertad más valiosas es renunciar rápidamente a la libertad reproductiva. “La libertad es el reconocimiento de la necesidad», y es tarea de la educación revelar a todo el mundo la necesidad de renunciar a la libertad de procrear. Sólo entonces podremos poner fin a este aspecto de la tragedia de los bienes comunes». (Hardin 2009, p. 10)

En esencia, la búsqueda del interés privado no siempre se corresponde con la optimización del interés público porque, cuando se externalizan los costes de las propias acciones, los individuos no tienen freno en su deseo de consumir. Ciertamente, el mercado no es un mecanismo institucional capaz de funcionar en todos los ámbitos, pero fuera de él sólo existe la coacción estatal. En resumen, el concepto de coacción puede adoptar estas dos configuraciones diferentes, aunque en cualquier caso, para frenar el deseo ilimitado de apropiación y consumo de los individuos, éstos deben asumir los costes implícitos en sus elecciones. El autogobierno es, pues, estructuralmente incompatible con la naturaleza humana: «La ruina es el destino hacia el que se precipitan todos los hombres, cada uno persiguiendo su propio interés superior en una sociedad que cree en dejar los bienes comunes a la libre iniciativa. La libre iniciativa en la gestión de un bien común conduce a todos a la ruina» (Hardin 2009, p. 4). Asumiendo una antropología negativa, se deduce que las relaciones de mando son necesarias y que cualquier prefiguración de una sociedad que prescinda de ellas está condenada a la anomia, a la desorganización más radical, a la destrucción de la riqueza y a formas de dominación aún más brutales.

La teoría de lo Común y de los bienes comunes se constituye entonces a la altura de este problema, que llamaremos aquí el problema del autogobierno: conjugar la necesidad de interdependencia social con modos de organización y cooperación no regidos por relaciones jerárquicas resultantes de condiciones de dependencia personal o material.

 

Ostrom y los bienes comunes

Y es precisamente en este sentido en el que Elinor Ostrom introduce una nueva perspectiva en el paradigma económico neoclásico. Con sus análisis teóricos y sus estudios empíricos, ha refutado reiteradamente los supuestos subyacentes a las tesis de Garrett Hardin y ha propuesto una profunda reelaboración de la taxonomía propuesta por Samuelson. Junto a los bienes privados y públicos[2] Ostrom identifica otro conjunto de bienes, los comunes, que se caracterizan por ser difíciles de excluir y rivalizar -los ejemplos más clásicos son los bosques, los pastos abiertos, las reservas pesqueras, etc.-. Se trata, en definitiva, de bienes «altamente sustraíbles», por utilizar precisamente la expresión ostromina. Su uso y conservación no implica necesariamente una apropiación privada ni pública estatal, sino que puede pasar por una gestión colectiva. Diversas comunidades han construido durante miles de años instituciones sociales para regular el uso de bienes comunes, como pastos, reservas de pesca, bosques, etc., según criterios que garantizan su preservación y regeneración. De hecho, la principal contribución de la obra de Ostrom consiste precisamente en haber demostrado empíricamente que los modos de producción y consumo de bienes existen independientemente de los mecanismos más clásicos del Estado y el mercado; tienen una historia más larga y en nuestra sociedad contemporánea reaparecen no sólo en la gestión de los bienes naturales, sino también para los bienes de nueva generación, como los bienes digitales (Hess y Ostrom 2009). En su obra, Ostrom se basa en una serie de estudios de casos de distintas zonas geográficas del mundo en los que determinados recursos se gestionan de acuerdo con prácticas colectivas que garantizan el autogobierno de los bienes.

A través de un profundo análisis empírico, la economista y politóloga ha identificado los principios que rigen la gestión colectiva de los bienes comunes: las reglas que definen las relaciones sociales de los sujetos que cooperan en su gestión (Ostrom, 2007). Aunque estas reglas pueden variar mucho en función de las necesidades específicas que exprese cada comunidad o bien, es posible identificar ocho principios que, en general, se repiten en distintos casos que, además, son geográficamente muy distantes y diferentes entre sí:

  • La identificación de los beneficiarios legítimos del bien en cuestión y de los que no lo son;
  • La definición de normas comunes relativas a la apropiación y suministro del bien de forma que se garantice su sostenibilidad ecológica.
  • El establecimiento de normas colectivas que permitan a la mayoría de las personas participar en la elaboración y modificación de las normas.
  • Un sistema de control capaz de garantizar el cumplimiento colectivo de las normas vigentes.
  • La previsión y activación de sanciones progresivas para quienes infrinjan las normas comunitarias.
  • Mecanismos económicos de resolución de conflictos;
  • Una autodeterminación de la comunidad reconocida, al menos parcialmente, por la autoridad superior.
  • Las distintas acciones de apropiación, provisión, supervisión y resolución de conflictos tienen varios niveles.

Estos principios pueden definirse como «autogobierno», ya que no existe una autoridad central que monopolice la toma de decisiones públicas en nombre de los demás miembros de la comunidad; contamos con una amplia participación en la producción normativa en la que todo el mundo dispone de medios para evaluar las opciones políticas más relevantes y cuenta con canales directos para expresar su postura. Además, los bienes comunes también permiten alejar la idea de propiedad de una concepción monolítica. En el discurso de Hardin estaba implícito el supuesto de que un bien entra dentro del concepto de propiedad cuando un individuo o una institución puede disponer de él para su propio uso y consumo -así, puede elegir según sus preferencias modificar o consumir el bien en cuestión, venderlo, utilizarlo de determinadas maneras y decidir los criterios de acceso en relación con otros individuos-, mientras que fuera del derecho de propiedad no habría más que relaciones de hecho dependientes únicamente del deseo de apropiación y del poder de los individuos. Según Ostrom, en cambio, un concepto tan vago y amplio de propiedad es incapaz de comprender la variedad de formas institucionales de gestión de los bienes existentes; y, sobre todo, nos priva de las herramientas conceptuales para ver la existencia de esa producción normativa que, yendo más allá de lo público y lo privado, distingue los bienes comunes. El enfoque del bundle of rights (paquete de derechos) nos permite desenmarañar una concepción monolítica del derecho de propiedad para ver en él una serie de derechos y obligaciones subyacentes no todos necesariamente vinculados entre sí[3] . Ostrom subraya que existen distintas dimensiones que caracterizan las relaciones de apropiación: los derechos de acceso, los derechos de apropiación, la definición de los usuarios autorizados, el derecho a excluir a otros y el derecho a enajenar un determinado bien. Las reglas de autogobierno que vimos anteriormente intervienen precisamente en la distribución social de estos derechos. En definitiva, lo que los estudios de Ostrom dejan claro es que, cuando se respetan los principios del autogobierno, los bienes comunes no están en absoluto condenados a la ruina de la depredación, como creía Hardin, sino que a menudo pueden salvaguardarse con mayor eficacia que la gubernamentalidad privada y pública. Más allá del Estado y del mercado, existen formas de producción y de organización social de carácter institucional capaces de garantizar una regulación eficaz de estos bienes. Existe una producción de riqueza social fuera de los mecanismos de valorización capitalista que se acompaña de una producción normativa fuera del sistema estatal. Este es el dato que la investigación de la politóloga norteamericana y su equipo de investigación nos permite adquirir.

Sin embargo, la economía política de los bienes comunes si, como hemos visto, abre efectivamente una profunda grieta en el seno de la economía neoclásica dominante, nunca cuestiona sus postulados fundamentales y sobre todo no hay ningún análisis de la relación entre los bienes comunes y las condiciones generales que, por una parte, corren continuamente el riesgo de empujarlos hacia la subsunción capitalista, por otra, los hacen reaparecer en el corazón mismo de la dinámica capitalista -pensemos en un ejemplo emblemático de los commons urbanos en el centro de las metrópolis contemporáneas. Como señalan Vercellone, Giuliani y Brancaccio:

Ostrom continúa, hasta sus últimos escritos, haciendo abstracción total del elemento que nos permitiría explicar el retorno a la fuerza de la dinámica de las comunidades en el capitalismo contemporáneo: las mutaciones del trabajo vinculadas en particular con el desarrollo de sus dimensiones cognitivas, inmateriales y relacionales. Esta ausencia es aún más marcada cuando se centra hacia el final de su vida en el análisis de las comunidades del conocimiento, donde una vasta literatura ha demostrado que han encontrado claramente su motor en el encuentro entre la formación de una inteligencia colectiva y la revolución informacional (Brancaccio, Giuliani y Vercellone 2021, p. 53).

Los bienes comunes permanecen en gran medida ligados a una concepción naturalista, según la cual ciertas relaciones sociales óptimas pueden deducirse a partir de las características intrínsecas de un determinado bien; por tanto, a partir de las especificidades de la relación hombre-naturaleza impuestas precisamente por la naturaleza del bien en cuestión. Una operación que, en primer lugar, se expone a la deshistorización de la forma social, ya que, al hacer derivar las relaciones sociales de las características de los bienes, éstas quedan ligadas a una taxonomía que parece válida en cada fase histórica y que, en cualquier caso, está vinculada a dimensiones comunitarias muy precisas. En segundo lugar, corre el riesgo de despolitizar los bienes comunes, ya que les reserva un espacio social delimitado que no afecta al conjunto de la organización social; es precisamente el localismo comunitario el que imposibilita cualquier intento de desarrollar un enfoque capaz de hacer del autogobierno un principio general. En resumen, los bienes comunes aparecen en esta perspectiva como un tercer tipo de bienes que hay que situar junto a los bienes privados y públicos (a cargo del Estado). Como señalan Dardot y Laval:

Si los recursos naturales de cantidad limitada pueden ser objeto de las instituciones descritas en este tipo de análisis, ello supone en cambio que otros bienes son producidos «naturalmente» con mayor eficacia por el mercado y el Estado. Ahora bien, si hay una realidad histórica que los economistas deberían tener en cuenta, es precisamente que el movimiento de los enclosures no depende de la repentina toma de conciencia por parte de los terratenientes de la «naturaleza» de la tierra como bien exclusivo y rival, sino de la transformación de las relaciones sociales en la campiña inglesa. (Dardot y Laval 2015, p. 125)


Institucionalismos del Común: ¿principio político o modo de producción?

La diferencia entre los bienes comunes (en plural) y el Común (en singular) consiste precisamente en desplazar el foco de atención de las características objetivas de los bienes comunes -derivando de éstas los principios institucionales más adecuados- hacia las especificidades propias de las relaciones sociales basadas en el autogobierno. A este respecto, se han producido dos grandes declinaciones del tema del Común: 1) por un lado, autores como Dardot y Laval han insistido en la necesidad de entenderla como un principio político de gubernamentalidad en torno al cual pueden organizarse todas las instituciones -mediante formas de democracia radical- y pueden gestionarse todos los bienes; 2) por otro lado, autores como Carlo Vercellone y otros dentro de la corriente neo-operaísta, han insistido en cambio en la necesidad de entenderla como un verdadero modo de producción, en cierta medida ya operativo en la producción de riqueza social.

Aquí nos limitaremos a reconstruir las coordenadas generales del debate tratando de mostrar las consecuencias para la teoría de las instituciones que plantean ambos enfoques.

Dardot y Laval ven en el Común el «principio político de una co-obligación para todos los que se dedican a la misma actividad» (2015, p. 22). Para que este principio institucional no se repliegue sobre sí mismo, convirtiéndose en poder instituido, el acto instituyente debe renovar continuamente la institución. Solo manteniendo siempre abierta la praxis instituyente, las subjetividades pueden entrar en relaciones co-obligatorias a partir de necesidades comunes, sin que estas relaciones cristalicen en formas jerárquicas. De este modo, «la praxis instituyente produce su propio sujeto en la continuidad de un ejercicio que se renueva constantemente incluso más allá del acto de creación. Más precisamente, es la autoproducción de un sujeto colectivo dentro y a través de la coproducción continua de reglas de derecho» (Dardot y Laval 2015, p. 350). Lo Común no requiere un centro de toma de decisiones porque funciona precisamente a través de un proceso de descentralización continua. Tal creación, de hecho, como señalan repetidamente Dardot y Laval, es posible precisamente en la medida en que los procesos de democratización se radicalizan. Esto significa que el sujeto colectivo que debe llevar a cabo materialmente esta práctica instituyente no preexiste a la institución política de lo Común. Si antes no se institucionaliza lo Común, no habrá formación de subjetividades capaces de actuar, producir, relacionarse de manera conforme a ella. Primero hay que instituir políticamente la idea de lo Común y organizar esas instituciones para que no se replieguen en lo instituido (como en el caso de las instituciones públicas y privadas), y entonces tendremos la constitución de un sujeto capaz de coproducir de acuerdo con sus principios. En otras palabras, el momento político aparece como preeminente y preparatorio del momento de la producción de riqueza.

Sin embargo, la objeción que sigue siendo difícil de eludir a este respecto es la siguiente: si el sujeto histórico sólo se da a posteriori, entonces ¿quién y cómo puede realizar las instituciones del Común? El riesgo teórico es el de quedar asociado a la ausencia de una determinación precisa de los factores que pueden dar lugar fácticamente a la producción de esas subjetividades adecuadas a las prácticas instituyentes de lo Común.

Por otro lado, en algunos planteamientos neo-operaístas (cf. Hardt y Negri, 2010; Brancaccio, Giuliani y Vercellone, 2021), encontramos reiteradamente temas institucionalistas que tienen su concreción precisamente en lo Común como forma de producción de riqueza social siempre en construcción. A diferencia de otros autores de los que nos hemos ocupado aquí, la teoría de las instituciones nunca es tomada como un tema a abordar independientemente de las transformaciones histórico-productivas que, en una determinada fase histórica, configuran el mundo social. Cualquier discusión sobre lo Común se enraíza concretamente en las configuraciones que históricamente asumen las prácticas de producción de riqueza en la sociedad contemporánea. Según estos autores, el concepto de Común emerge con fuerza en la fase histórica actual precisamente en conexión con la creciente centralidad asumida por lo que hemos denominado externalidades positivas. Lo Común es el resultado de un redesarrollo de las relaciones de producción que acentúa la calidad y la cantidad de la producción social fuera del tiempo de trabajo certificado por el salario. Cuando la propia forma de vida se convierte en un modo de producción de riqueza, cuando ya no es posible discernir entre un tiempo de productividad absoluta y otro de improductividad total, la institucionalización de formas sociales capaces de reconocer y visualizar la producción social generalizada se convierte en una cuestión decisiva.

La progresiva mercantilización de la riqueza social producida según racionalidades no mercantiles muestra, según estos autores, la pertinencia y la eficacia histórica concreta de las subjetividades, organizaciones e instituciones ni públicas ni privadas. Podemos hablar entonces de un proceso de comunalización del welfare[4], tanto a nivel de las autoridades locales como a nivel nacional y transnacional, cuando las instituciones públicas se abren a procesos de democratización radical y de reconocimiento (financiero y político) de aquellas prácticas colectivas que favorecen la generación de riqueza social. En definitiva, lo Común no se manifiesta como una serie de objetos o bienes, sino que emerge como un modo de producción social e históricamente determinado que requiere de instituciones adecuadas para impulsar procesos productivos capaces de dar respuestas eficaces para una transición real hacia la justicia ambiental y social.


Bibliografía

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[1] Llama la atención el parentesco de tal planteo con el discurso de la ultraderecha en Argentina (y no solo, claro) y constituye un elemento más para comprender que el ataque a los políticos por parte de las nuevas derechas es, en el fondo, un ataque a la posibilidad de contar con mediaciones a la altura de lo común. NT.

[2] Y a los llamados bienes de club, que no son más que una forma particular de mercantilización de los bienes públicos o comunes a través de la forma de peajes: pensemos por ejemplo en las autopistas o en la televisión paga.

[3] Se pueden encontrar análisis importantes de este enfoque en Coriat (2015) y Broca (2018).

[4] El autor parece referirse a un Estado de bienestar que se vuelve commonfare, suerte de Estado de bienestar de lo Común, es decir, más allá del Estado y del mercado. NT.

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