Milei, Trump, Hayek y la quimera del fascismo liberal.

Por MASSIMO DE CAROLIS (Filósofo, investigador de la Universidad de Salerno, autor de El revés de la libertad, entre otros).

Con su victoria presidencial en Argentina el pasado domingo, Javier Milei introdujo un nuevo animal fantástico en el bestiario de la política contemporánea: el fascista-anarco-liberal. Inspirado en el ala extrema del neoliberalismo, la que predica la privatización de todo hasta la extinción del Estado, el economista argentino ha construido su campaña sobre un programa radicalmente libertario, que prevé el gasto público cero e incluso la abolición del Banco Central. La extravagancia es que a eslóganes anárquicos como «Viva la libertad carajo», Milei ha asociado una apología de la dictadura militar y un ataque frontal a los derechos de las mujeres y las minorías. Un ensamblaje que, a primera vista, parece combinar elementos incompatibles, como antaño las antiguas quimeras juntaban la melena de un león y la cola de una serpiente. Pero sería una grave frivolidad descartar su éxito como una especie de engendro de la naturaleza, imaginable sólo en un contexto de importante crisis como el argentino.

De hecho, la nueva criatura tiene raíces profundas y podría anunciar peligros más graves de lo que pensamos. La combinación de Estado mínimo y negación de derechos ya estaba presente en figuras como Trump y Bolsonaro, cuya agresividad payasesca vuelve a proponer Milei, y plantea así una nueva amenaza política: la de un fascismo sin Estado, una suerte de darwinismo social en el que todo se privatiza, desde las escuelas hasta la emisión de la moneda, desde la sanidad hasta la violencia represiva de la policía. Al fin y al cabo, la inclinación autoritaria estaba como en casa en el neoliberalismo desde el principio. No en vano, en apoyo al régimen de Pinochet, Friedrich von Hayek declaró en su momento que prefería una «dictadura liberal» a una democracia con tendencias socialistas: el embrión de la quimera tiene, pues, al menos medio siglo.

Aunque paradójico, el salto que transforma la libertad en negación de derechos tiene su propia lógica perversa. De hecho, la idea neoliberal de libertad descansa en la distinción entre los dos modelos de orden que Hayek designó con los términos griegos Taxis y Cosmos: por un lado, el orden planificado, que responde a un proyecto y a la voluntad de un autor; por otro, el orden espontáneo, imprevisible porque es generado por un mecanismo ciego, sin ninguna autoridad soberana. En sí misma, la idea de un orden espontáneo es más antigua y más amplia que el neoliberalismo: tiene su origen en la Ilustración escocesa (Hume, Smith o Ferguson) y sigue viva, dos siglos después, en la ideología californiana que une a los surfistas de Malibú con los tecno-liberales de Silicon Valley. Con ejemplos canónicos como la lengua, las costumbres o los ecosistemas, ese “orden espontáneo” ha sido una constante en la cultura moderna, vuelta primero contra la autoridad religiosa y luego, tras las décadas de totalitarismo, contra la autoridad política. La declinación específica de los neoliberales, sin embargo, consiste en presentar como prototipo del orden «cósmico» únicamente al mercado, capaz, en su opinión, de lograr, mediante la competencia, una distribución óptima de los recursos, que ninguna autoridad podría jamás planificar.

El punto delicado es que el mercado, a diferencia del lenguaje y la costumbre, funciona a través del código social del dinero. El acceso a los recursos deja así de ser un derecho para convertirse en un privilegio reservado a quienes tienen dinero para pagarlo. Es más, dada la tendencia del capital a la concentración, los ricos son cada vez más ricos y son cada vez menos, mientras que la masa de los excluidos crece. Por lo tanto, para salvar el «crecimiento», la dinámica darwiniana del sistema y su aptitud general, no queda otro camino que proteger militarmente a los pocos ganadores que lo “merecen” de esa masa de perdedores, con sus seductores socialistas y, sobre todo, de la irracionalidad de la democracia.

La extrema paradoja es que una idea tan aberrante como aquella de libertad-sin-derechos suscita regularmente el entusiasmo de una parte sustancial de esa misma masa popular destinada a ser su primer blanco de ataque. En efecto, el paradigma neoliberal se presta a una crítica radical de la autoridad política, o de la «casta», como en el populismo. Sólo que, en este caso, la crítica se traduce en una especie de populismo inverso, que moviliza a las masas contra cualquier apelación al «pueblo». De hecho, la idea es que no existe una «voluntad del pueblo», sino sólo la de los individuos, y que la construcción del pueblo no es más que una ficción con la que el gobernante de turno premia a sus propios seguidores en detrimento de los que, en cambio, serían los vencedores naturales de la competición social.[1] Sin embargo, a diferencia de los líderes populistas, el fascista-anarco-liberal no promete en absoluto derrocar el sistema, sino sólo devolverlo a su forma más cruda y natural. Por lo tanto, se presenta como un “perdedor” que se ha abierto paso a los codazos hasta el podio de los vencedores. Y es precisamente en esto en lo que se basa el mecanismo de identificación de sus fieles: “si él gana, nosotros ganamos”.

Bajo la montaña de ficciones retóricas de la propaganda se esconde un verdadero problema político. Desde su origen, la idea moderna de libertad tiene dos caras distintas: la autodeterminación de los pueblos y la libertad individual de elección de los ciudadanos. En una época, ambas caras estaban tan estrechamente vinculadas que parecían indistinguibles. Sin embargo, cuando, en el siglo XX, los pueblos y la sociedad civil empezaron a desintegrarse y a disolverse en las masas, las dos caras de la libertad se distanciaron cada vez más. El neoliberalismo ha exacerbado la tensión, contraponiendo la libertad individual a la colectiva, con el único resultado de borrar ambas. Lo peor que puede hacer hoy una oposición al neoliberalismo es compartir su desatino, oponiendo la unidad del pueblo a los derechos individuales, a riesgo de ignorar la necesidad de libertad que, para bien o para mal, anima a la multitud. La encrucijada neoliberal sólo se superará cuando aprendamos a recomponer la unidad entre los dos momentos de tal exigencia: el individual y el colectivo. No es tarea fácil, pero hasta entonces, nuestra sociedad permanecerá en lo que Gramsci llamaba un interregno, poblado de «fenómenos mórbidos», monstruos y quimeras.

Publicado en Il Manifesto, 21/11/2023 – Año LIII – N° 275

Traducción: Ariel Pennisi

Imagen: BBC News

[1] En tanto, los neoliberales dividen entre winners y losers. NT.

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