Radicalizar el pensamiento democrático. Disparadores para la discusión

 Por JAIME FARJI (Economista especializado en administración y finanzas públicas, integrante del IPyPP y del equipo de Coyunturas)

¿Qué está pasando?

Javier Milei fue elegido presidente de los argentinos con el 55% de los votos en segunda vuelta, lo que le dio una legitimidad de origen superior a la de cualquier otro candidato en igual situación en la historia de nuestro país.

Su discurso electoral fue ultraliberal en lo económico, autoritario en lo político e individualista en lo social. Esas tres cualidades quedaron reflejadas en el DNU 70/23, ya vigente, y en la “Ley Bases” que envió al Congreso para su sanción.

Con estos instrumentos intentó delegar facultades legislativas en el poder ejecutivo en todas las materias y durante todo el período presidencial, poniendo de manifiesto su voluntad de gobernar sin el congreso. Las idas y vueltas del trámite legislativo de la Ley Bases, con las modificaciones introducidas para obtener la media sanción en Diputados, y para lograr su aprobación, con otros cambios, en el Senado, han recortado sólo parcialmente esta pretensión.

Si no consigue la “suma del poder” por los mecanismos institucionales que viene recorriendo, el presidente tiene la intención de hacerlo por caminos plebiscitarios, o incluso vulnerando la constitución mediante interpretaciones arbitrarias de su contenido, al estilo de los regímenes fascistas. La tendencia a limitar derechos constitucionales relacionados con la libre expresión, reunión y manifestación ya se ha puesto en práctica en estos meses, generando el clima social para naturalizar otras restricciones políticas.

La conjunción de una doctrina económica ultraliberal con métodos políticos neofascistas es un signo de los tiempos. El avance de la ultraderecha no es exclusivo de nuestro país, sino que forma parte de una corriente que está creciendo en todo el mundo, con exponentes como Donald Trump (EUA), Jair Bolsonaro (Brasil), Víctor Orbán (Hungría), Giorgia Meloni (Italia), Narendra Modi (India), Benjamín Netanyahu (Israel), Jaroslaw Kaczysnski (Polonia), Marine Le Pen (Francia), Santiago Abascal (España), Nayib Bukele (el Salvador) y otros.

¿Cómo llegamos a esto?

El avance de la ultraderecha en el mundo es consecuencia del agotamiento del “Estado del Bienestar” como modelo dominante de gestión del capitalismo global.

En los últimos 50 años ese modelo se ha ido desmantelando en diferentes oleadas, siendo la más relevante la de los años 80 del siglo pasado, de la mano de líderes políticos como Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

En la Argentina de los años 90 se desarticuló gran parte de nuestro estado del bienestar y de nuestro estado empresario. De ese modo, los logros del “primer peronismo” fueron anulados por el “tercer peronismo” bajo la presidencia de Carlos Menem, único presidente postdictadura reivindicado como estadista por el actual.

Años más tarde, el sueño neoconservador del “fin de la historia” también fracasó en el mundo, provocando el regreso de una versión más moderada del estado interventor. La nueva fase de la gobernabilidad del capitalismo global fue gestionada por el partido demócrata en los EUA y por la socialdemocracia en Europa.

En la América Latina de la primera década del nuevo siglo tomaron la posta gobiernos de los movimientos populares de la región. Su modelo económico fue calificado como “neodesarrollista”, y en la llamada “década ganada” lograron importantes avances en la ampliación y universalización de derechos sociales. Lamentablemente, esos gobiernos también se caracterizaron por los hechos de corrupción, el escaso respeto a las minorías, la intolerancia a la crítica y la vocación de subordinar a las organizaciones sociales al estado, en lugar de empoderarlas y favorecer su independencia.

En Argentina, la gestión de Néstor Kirchner (2003-2007) presentó los mejores indicadores económicos y sociales. Pero hacia el final de su mandato, el crecimiento de la economía condujo al conocido “cuello de botella” externo (escasez de divisas para importar los bienes de capital que requería el ritmo de producción local de bienes y servicios).

Durante las gestiones de Cristina Kirchner (2007-2011 y 2011-2015), comenzaron a efectuarse los pagos de la deuda que había sido reestructurada, sin revisión, en el 2005. Eso reveló lo acotado del modelo neodesarrollista para modificar los problemas estructurales de la economía argentina. La insuficiencia de los recursos públicos para atender tales compromisos se intentó paliar con la reestatización del sistema de pensiones y con el aumento de los derechos de exportación al complejo cerealero oleaginoso. Ninguna de esas medidas consiguió equilibrar el presupuesto público, asegurar el financiamiento del sistema previsional, o alterar el modelo sojero de monocultivo y bajo valor agregado, controlado por los grandes operadores del comercio mundial de materias primas.

El gobierno de Mauricio Macri (2015-2019) contrajo una deuda insostenible con el FMI, cuyos desembolsos terminaron fugándose a través de diferentes modalidades lícitas e ilícitas. Por último, el gobierno de Alberto Fernández (2019-2023), privilegió la renegociación de la deuda con los acreedores privados (2020) y con el FMI (2022). El margen que quedó para el gasto social en un contexto de deterioro de las condiciones de vida de un sector importante de la población terminó limitando la capacidad gubernamental para combatir la pobreza y la inflación. El descontento social se reflejó en las elecciones de 2023, que pusieron fin a la última experiencia peronista gobernante.

¿Qué aprendimos?

En un reciente reportaje, el ex vicepresidente boliviano Álvaro García Linera manifestó que el agotamiento de los objetivos de los gobiernos latinoamericanos de la primera década del siglo provocó un viraje en las fuerzas políticas que los impulsaron, desde una posición “transformadora” a otra “conservadora” (al priorizar la defensa de lo conseguido). Podríamos agregar (aunque esto no lo dijo García Linera) que otro factor fueron sus limitaciones para proponer un modelo superador. Conservar lo logrado puede ser necesario ante la posibilidad de perderlo, pero no tiene potencia para movilizar a una sociedad con demandas insatisfechas, que enfrenta nuevos desafíos y reclama nuevos caminos.

El crecimiento electoral de la ultraderecha nos muestra que, cuando el presente no es satisfactorio, las sociedades no se conforman con mantener lo conseguido. Por el contrario, cuando se sienten defraudadas por sus dirigentes, son capaces de arriesgar y adentrarse en terrenos desconocidos. Eligen el cambio antes que dar una nueva oportunidad a lo viejo conocido. En épocas de crisis, el sentido común es un terreno permeable a soluciones radicales, porque las soluciones moderadas han fracasado. Esa es la primera lección que debe aprenderse luego de un largo período de posibilismo en el campo popular.

Pero también hay que advertir que el hecho de que la ultraderecha gane elecciones no significa que la sociedad esté convencida, sino que está abierta a esas ideas por su radicalidad, por su novedad y por su audacia. Lo distintivo de estos tiempos es que el espacio vacante de las ideas radicales en el mundo lo ha ocupado la ultraderecha. Hay que volver a ocupar ese espacio con otras soluciones a viejos y nuevos problemas.

La sociedad argentina ha vivido el fracaso del peronismo, el radicalismo y el macrismo, y ha visto cómo se agravaban los problemas de las grandes mayorías mientras los principales dirigentes de esos gobiernos y de sus partidos continuaban viviendo en un mundo paralelo de abundancia. Hay que aprender que eso no se puede tolerar porque el cuerpo social repudia el doble discurso y la doble moral.

La izquierda logró presentar figuras con trayectoria honorable y con un lenguaje más cercano al de la gente común, pero no modificó su imagen de secta incapaz de gobernar. Hay que aprender que ninguna corriente política o ideológica es dueña de la verdad, ni conocedora del camino, si es que existe un único camino, a la victoria y a la felicidad del pueblo.

Así las cosas, la única opción de cambio que encontró una sociedad harta de los políticos fue la que le presentaron los nuevos profetas: el mito del liberalismo económico y del orden represivo.

Ahora la pelota está en el campo de la ultraderecha. Está por verse si la creencia social en el mito le alcanzará al gobierno para tejer la red de salvación que indefectiblemente necesita una sociedad que ha dado un deliberado salto al vacío. O si esa red puede realmente materializarse antes de que estalle el descontento.

Es importante comprender que la opción de la sociedad por este modelo no es fruto de una decisión “consciente” nacida de la experiencia propia o la de otros pueblos, sino de la creencia en un mito construido con inteligencia, con dinero, y con un aparato de comunicación en el que no solamente participaron los medios hegemónicos sino también una multitud de activistas hábiles en el manejo de las redes sociales.

Ese mito fue adoptado, paradójicamente, como la decisión “racional” que tenía la sociedad para sacarse de encima a los malos gobernantes. Si el mito (creencia) y no la convicción (experiencia), es el factor que proporcionó el impulso decisivo a este experimento, entonces debemos concluir que el electorado argentino NO ES ultraderechista ni ultraliberal. Primero decidió cambiar, y entonces adoptó el único proyecto que les aseguraba el cambio.

Aprender significa trabajar para ofrecerle a esa sociedad, que ha perdido el temor al cambio, un cambio de otro signo.

¿Qué queremos?

Queremos vivir mejor, y como no vivimos aislados sino en comunidad, queremos tener un buen gobierno.

Queremos tener un gobierno que no nos quite autonomía para tomar nuestras decisiones.

Queremos formar parte de una comunidad que nos contenga y que nos cuide a todos, que se preocupe por los más débiles, en particular los más jóvenes y los más viejos, y que preserve el ambiente porque es la casa de todos.

Queremos dar a esa comunidad todo lo necesario para que se pueda reproducir y progresar, con todos sus integrantes adentro.

Queremos tener la obligación, consentida, de delegar en la comunidad algunas decisiones individuales, y a cambio, queremos participar en las decisiones que nos afectan a todos. No una vez cada cuatro años, o cada dos años, sino cada vez que sea necesario.

Queremos tener voz y voto, que nuestra voz se escuche y que nuestro voto se cumpla.

¿Qué tenemos que hacer entonces?

Todo lo que sigue serán sugerencias totalmente modificables y reemplazables, y tienen por objeto simplemente obligarnos a pensar en pautas de trabajo para los militantes del campo popular. A ellos están dirigidas estas líneas.

Como militantes del campo popular, nos debemos declarar en estado deliberativo permanente, porque es necesario encontrarnos, pensar en común, nombrar las cosas tal como son, reconocer conjuntamente nuestro nuevo punto de partida, entendiendo que empezamos DE NUEVO, pero que no empezamos DE CERO. Ya hemos pasado, en etapas anteriores de la historia, por momentos de retroceso, de derrota, de confusión, incluso peores que éste, enfrentando tragedias, persecuciones y dictaduras, y nos hemos vuelto a levantar.

Con la experiencia reciente, y sin que esto pueda entenderse como una falta de reconocimiento a la contribución positiva de los liderazgos existentes, debemos aceptar que todas las conducciones del campo popular han fracasado. No hay líder, dirigente, partido o movimiento, que hoy pueda atribuirse la conducción del campo popular, no sólo por los fracasos ya señalados, sino porque el movimiento popular debe replantearse en su totalidad. Sus formas de organización, sus métodos de trabajo, la formación de sus cuadros, la promoción de sus dirigentes, los procesos de síntesis de las diferentes experiencias, deben ser cuestionados.

Al mismo tiempo, debemos ser absolutamente claros en convocar y convocarnos a debatir el futuro y no a flagelarnos con los errores del pasado. Nuestro enemigo no está dentro del campo popular. Nuestro enemigo es el proyecto antinacional y antipopular que encarna la ultraderecha en el mundo, y que en nuestro país tiene la cara de Javier Milei, sus apoyos financieros y mediáticos, los capitales al servicio de los cuales está dispuesto a hacer el trabajo sucio, sus aliados declarados y sus “opositores amigables”, todos igualmente enemigos del pueblo.

En ese sentido, no podemos ignorar que esta irrupción mundial y local de la ultraderecha es el novedoso modelo de gestión que parece haber encontrado el capitalismo global. No hay forma de enfrentar a la ultraderecha si no se dice con todas las letras que es la forma que adopta el sistema global para reestructurarse, reestructurar el planeta, saquear los recursos naturales, reproducir la acumulación y dejarnos con las migajas o con la pobreza estructural más denigrante de la condición humana.

En esa línea de pensamiento, nuestra tarea como militantes populares, fuera de nuestros círculos de deliberación, es encarar claramente el debate social, en todos los ámbitos en los que se desarrolla la vida en comunidad (barrio, trabajo, escuela, universidad, práctica deportiva, artística o cultural) acerca de un sistema que está poniendo en riesgo la vida, con el calentamiento global, la contaminación del agua, el aire y la tierra, el despojo material de la periferia, y las fuertes tendencias hacia la guerra regional y global. Decir y decirnos claramente que este sistema no sólo que no asegura el futuro ni el bienestar, sino que es una amenaza presente para la vida.

Todo esto lo tenemos que hacer con nuestros propios activistas de las redes sociales. Somos tan buenos y numerosos como nuestros oponentes. Tenemos que ser eficientes. Eso no es patrimonio de la derecha.

Vivimos en un sistema perverso y no tenemos en claro cómo debe ser el sistema alternativo que garantice la vida, la reproducción, el bienestar, el futuro y la felicidad del género humano. Eso no tiene nada de malo porque estamos en una búsqueda y convocamos a todos a buscar colectivamente un sistema diferente.

La tarea de los militantes del campo popular en esta circunstancia no es dar respuestas, sino construir los ámbitos en los cuales se puedan hacer las preguntas colectivamente.

Identificar en el debate colectivo y amplio cuáles son los principales problemas de nuestro pueblo, por su impacto directo y por la forma en que impiden resolver los otros problemas. Como ejemplo podemos citar el peso de la deuda pública, interna y externa, como factor limitante que impide a la sociedad destinar los recursos necesarios a combatir la pobreza, preservar el medio ambiente, cuidar a la niñez y a la vejez, etc.

Por eso decimos que esto significa radicalizar la democracia: tenemos un oponente que en líneas generales plantea que lo colectivo es malo, y que el individuo es el centro de la historia. Que el sistema de asignación de recursos económicos, sociales y políticos debe ser el mercado.

Nosotros proponemos desarrollar la idea de que la comunidad, más que el individuo, debe ser el centro de la vida social. Y que los procesos de deliberación y de decisión democráticos deben ser los mecanismos de asignación de recursos para todos los aspectos de la vida en común.

Pensar en construir ámbitos comunitarios para todos los escenarios posibles. Educación comunitaria. Salud comunitaria. Comercio comunitario. Producción comunitaria. Defensa y protección comunitarias del medio ambiente. Trabajo comunitario.

Pensar en procesos de deliberación y de decisión democráticos en todos esos ámbitos.

Formular, para cada escenario individualista, uno solidario. Para cada resolución autoritaria del conflicto social, una solución democrática.

Poner todo esto en común.

Empezar.

Empezar ya…

Imagen: Periodismo de Izquierda 

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