Milei y la híper-regulación

Las últimas frases pronunciadas por Michel Foucault en su curso de 1979 en el Collège de France, describen el arte de gobernar según el pasaje de una forma que intentaba ajustar el gobierno a la verdad (de Dios o de las cosas, según el caso), a otra que se proponía ajustar el gobierno a la racionalidad (el cálculo de relaciones de fuerza y la riqueza), para, finalmente referirse al arte de gobierno liberal: aquel que busca ajustar según “el comportamiento racional de los gobernados”. Como suele suceder en el barro de la historia, las distintas configuraciones no se suceden sin superponerse en parte. Pero, como también corresponde afirmar cuando se intenta pensar en un cambio epocal, la especificidad señalada como novedad o como indicio de un girón irreversible es nuestro problema. “Nuestro” en tanto habitantes de la situación.

¿Qué significa gobernar desde el comportamiento mismo de los gobernados, es decir, retirar la atención de la sabiduría de los gobernantes o de la capacidad de cálculo de la política como espacio privilegiado del cálculo racional y pragmático, para concentrarla en los agentes individuales y, digámoslo, económicos? Desde nuestro punto de vista, Foucault da una pista importante para entrever de qué manera en el momento en que las sociedades modernas parecen alcanzar el cénit de la desregulación, no hacen más que someterse a formas de regulación más sagaces y pormenorizadas. Pues no se tratará ya del gobierno, siempre de trazo grueso, de las pasiones, ni de la astucia negociadora de la Realpolitik, ambas formas declaradas de regulación de la vida social que, a su vez, conviven con espacios de no regulación, formas que revierten la ley en trampa o, directamente, la amenaza tácita o explícita de la subversión del orden. Lo que aparece simultáneamente con el liberalismo y las técnicas médicas y la epidemiología entre los siglos XVII y XIX son los dispositivos ya no “disciplinarios”, sino de “seguridad” (como indica el propio Foucault en el curso anterior, 1977-78). La regulación de la vida se da mediante un control que sólo es posible a partir de un laissez faire, es decir, que actúa sobre flujos que deliberadamente se dejan correr, personas y cosas, que se ponen a circular, hechos que, permitidos, son vueltos a capturar para comprender y reorientar. De hecho, el abandono de la educación pública o la posibilidad cierta de que las personas se mueran de hambre (como el propio Milei dejó en claro en una entrevista), que en clave del humanismo y del punto de vista del Estado de Bienestar aparecen como formas de desregulación extremas y crueles, desde el punto de vista de la racionalidad actual son parte de una búsqueda de regulación a través del cálculo que actúa sobre los efectos, seguramente desastrosos.  

Ya no se tratará de individuos ni de grupos, sino de poblaciones, ya no se tratará solo de un poder territorial, sino del poder que se vuelve posible por la desterritorilización: en lugar de regular a las personas y los espacios físicos, se apunta a regular variables, coeficientes, tendencias. No se trata tanto de prescribir los escenarios para evitar imprevistos, como de actuar sobre el azar, sobre la posibilidad vuelta probabilística. Es el terreno de lo que algunos llamaron con Foucault biopoder y biopolítica. Agregamos: no solo un poder “sobre la vida”, sino sobre la vida operada por niveles de desterritorialización.

Con el definitivo giro digital en los últimos cuarenta años, la posibilidad de operar sobre un comportamiento “liberado” de regulaciones prescriptivas es exponencial. Al punto que el ir y venir de las personas es una materia prima ideal para los dispositivos de captura digitales, para las tecnologías de procesamiento de datos que inciden de manera directa sobre las decisiones de consumo, sobre la forma de encarar la salud, sobre las dietas, las terapias e incluso la relación con la política. Foucault observó agudamente la relación entre dejar hacer, es decir, libertad de súbditos y luego ciudadanos, y dispositivos de seguridad, nuevas formas de regulación, masivas y tendencialmente descentralizadas. La sociedad digitalizada, al mismo tiempo que se libera o desprotege (según el sesgo ideológico) mediante el deterioro de las formas clásicas de gobierno, se expone a la máxima dislocación de los lazos de los individuos entre sí y de las personas consigo mismas.

Entonces, al mismo tiempo que los núcleos de resistencia se debilitan, crecen las formas de regulación ya no de los individuos en tanto agentes económicos, sino de sus gestos, conductas y reflejos por separado. Digamos que unos determinados derechos conquistados, unas imágenes de emancipación o incluso ciertos de deseos de vivir mejor, van asociados a la conciencia popular (el propio Foucault supo marcar la diferencia entre pueblo y población), a la historicidad de las luchas que vive en los cuerpos por la transmisión o a la capacidad de imaginar que emerge de prácticas concretas. Ahora bien, el salto a la masividad de la interface digital bajo la forma de productos calientes en el mercado, de saberes legitimados por la ciencia y aplicados de manera prometedora por la medicina, entre otras expresiones, muestra una gran capacidad de intervención, orientación y modelización de la vida, por fuera de las típicas artes de gobierno modernas. De ahí la fantasía de Milei, de un gobierno tecnológico, reiterada en las entrevistas.

Regulación masiva, ya no de cuerpos sociales más o menos homogéneos, ni siquiera de individuos psicológicos más o menos manipulables, sino de micro-conductas, bancos de datos, gestos separados de algo como una consciencia, es decir, gestión de las partes desagregadas de lo que somos. Cuando se diagnostica por Big Data no hay más un paciente frente a un médico, sino perfiles y operadores de información, ya que se sustituye la unidad viviente, histórica, corporal por una recolección de información en sentido bottom-up, que forma un tipo de totalidad agregativa, completamente heterónoma respecto de las unidades orgánicas que conforman un ecosistema (biológico, cultural, etc.).

Al mismo tiempo, estamos en un punto en que el tamaño de las bases de datos utilizadas engendra correlaciones que el lógico matemático Giuseppe Longo y Cristian Calude llaman “espurias”, ya que a partir de cierto volumen las regularidades están a la orden del día, aunque se trate de la relación entre un gusto gastronómico y una enfermedad mortal; entre la dinámica de los cometas y las probabilidades de que gobierne la derecha. De hecho, un rasgo notorio de las declaraciones diarias del presidente, buena parte de ellas desde el exterior, tiene que ver con el establecimiento de asociaciones apresuradas, a veces alocadas, presentadas como verdades indiscutibles. La prepotencia del economicismo, según al cuál los agentes deben acomodarse a los modelos, se parece al carácter espurio de correlaciones que se forman como solidificaciones en el magma de Big Data.  

Así se construyen los perfiles, pasibles de un tipo de regulación microfísica (palabra foucaultina que podría rastrearse hasta los fisiócratas que él mismo estudió), que juega a la predictibilidad de las acciones futuras. Peor en la medida en que nuestras acciones se parezcan cada vez más a lo ya anticipado por la máquina formaremos parte de una razón post festum que no es otra cosa que el híper realismo cada vez más extendido: la única verdad es la realidad… modelizada digitalmente. El actual gobierno no deja de hacer pasar la imagen de una tecnología neutral, capaz de gobernar sin arte, pero con eficiencia… no por falta de arte, sino, justamente, por prescindir deliberadamente del arte de gobernar. La inteligencia artificial o la racionalidad algorítmica como mediaciones autotransparentes, es decir, casi no-mediaciones, cuya vocación reguladora en permanencia resultaría insospechada de parcialidad, es decir, de esa forma de corrupción moral que nuestros apólogos high tech ven en la política.

Un gobierno como el de Milei, al mismo tiempo que crea un pomposo ministerio de la desregulación, no deja de promover el regulacionismo tecnológico de las partículas desagregadas de lo social y de las vidas individuales, en nombre de un puro rendimiento, una macroeconomía que no se opone a la “economía real”, sino que la desconoce por principio. La macroeconomía de la era Big Data, opera con información, no con cuerpos; funciona en base a cálculos y correlaciones de datos, no por el conocimiento de los vínculos y las pasiones. Es cierto que el gobierno de Milei es tan precario que incluso los venerados “mercados” desconfían de su capacidad. Pero lo primero que traiciona y no dejará de carcomer sus posibilidades de éxito (siempre éxito en sus términos), es el retorno del cuerpo, la condición cada vez más indomable de las pasiones que muchas veces el propio presidente escupe por los ojos. Porque ese mundo de puro calculo que confunde inteligencia artificial con inteligencia en general, esa voluntad de rendimiento que se cree ajena a los dilemas de la voluntad, en el fondo, no son adecuados a lo vivo, a la complejidad y ambivalencia de lo humano y sus desplazamientos.

Por ejemplo, la virulencia que exudan libertarios y conservadores desde sus oficinas o desde sus cuentas virtuales aparece como perfecto reverso del funcionamiento aséptico. Si el arte de gobierno antiguo y las formas de gobierno modernas se basan, en parte, en un saber hacer en y sobre el conflicto, la nueva racionalidad gubernamental que fantasea con la coordinación tecnológica acéfala niega el conflicto. Y a partir de ese desconocimiento estructural de lo negativo todo indicio de conflicto queda fuera de la capacidad de procesamiento, aparece como violencia ciega. La vulgaridad de Milei, la agresividad suya y de los suyos no deben medirse desde una concepción moral ni desde una estética de los modales, ya que forman parte de un déficit estructurante de su relación con el poder: la completa ignorancia del conflicto social, de los claroscuros humanos, de las ambigüedades del arte de gobernar. No sería extraño que el comienzo del final de este gobierno tenga algo que ver con esa fisura estructural. 

Por otro lado, es cierto que la racionalidad algorítmica y la apología algo caricaturesca de la inteligencia artificial por parte del gobierno se inscriben en el fin del antropocentrismo y del antropomorfismo, es decir, que sus políticas y sus enunciados no tienen que ver con una imagen del bien común y que, por lo tanto, algo como el bienestar no constituye un parámetro que consideren válido. Del mismo modo, nosotros no podríamos oponerle a su pura voluntad de funcionamiento el humanismo sin más, la reintroducción de los valores de la modernidad que fueron también los del progreso y la emancipación derrotada. No podemos tener una solución ni propuestas globales, sino que contamos con una multiplicidad de prácticas y nuevos posibles que dejan ver de diverso modo hasta qué punto la modelización exhaustiva, la regulación e incluso la normalización permanente no son adecuadas a la dinámica de lo vivo. Entre esas prácticas, intuiciones e investigaciones se cuentan formas de apropiación e integración de las tecnologías digitales que limiten su potencia colonizante.

Por eso, tampoco podemos darnos el lujo de un pesimismo apocalíptico. El nihilismo intelectual se parece a un narcisismo común y corriente, la retirada de la escena, el autoexilio indignado o la deserción gozosa aparecen como formas adornadas de impotencia. Frente a la prepotencia del par problema-solución, el diagnóstico escatológico, la visión apocalíptica, representan otro absoluto que adviene ante la ausencia de soluciones. Nos toca apostar en nuestras condiciones, encontrar las formas de compromiso habitables orgánicamente, la agitación que, rabiosa y combativa o amablemente compositiva, nos permita imaginar nuevos posibles para lo vivo. De ahí nuestra apuesta, ahora con el lanzamiento del colectivo A Pesar de Todo en Argentina. Solo que esta vez, el Hombre no puede ser protagonista, ni siquiera del velorio que el propio Foucault le preparó. Hoy, como nunca, sabemos que la acción no proviene del sujeto, que la complejidad material del mundo no lo permite; sino que actuar supone un conjunto de vectores que incluyen cuerpos emplazados histórica y territorialmente, paisajes y, claro, tecnologías. Lo que actúa y puede producir alguna modificación o, al menos, un dique de contención en el desastre ya desatado, aparece como emergentes situacionales de los que, en todo caso, participamos.                    

Hace falta insistir en la diferencia de naturaleza entre los dispositivos digitales y la percepción y razón orgánicas. El sofisticado procesamiento de datos, la capacidad de establecer correlaciones a la velocidad de la luz, la precisión descriptiva de las máquinas digitales es de la misma naturaleza que lo descripto por ellas. Todo en ellas, entre ellas y en las relaciones que establecen con el mundo es información. Nada más alejado de una conciencia racional. Edmund Husserl, tal vez la punta de lanza de la fenomenología moderna, proponía mirar un árbol de frente para advertir que la percepción no se reduce a la imagen bidimensional inducida por la vista, sino que el volumen hace parte de la percepción en la medida en que ya siempre somos parte de esa experiencia, la de estar en un mismo mundo. Pero para la máquina no hay mundo ni opacidad, ni necesidad de la experiencia común, se basta con la reconstrucción del volumen a través la sumatoria de puntos, en definitiva, de datos. La máquina lee información y modeliza.

Sartre, en su Situations I retoma a Husserl, uno de sus maestros, para referirse a la intencionalidad como la “necesidad que tiene la conciencia de existir como conciencia de otra cosa que ella misma”. Es decir, que, a diferencia de la interface digital –por ejemplo, de la inteligencia artificial considerada por muchos una “entidad racional”–, la conciencia de la que hablan los fenomenólogos no traduce el mundo ni se asimila a éste, ni mucho menos lo devora, sino que pone en el mundo una naturaleza diferente, para la cual el conocimiento nada tiene que ver con el procesamiento de información. Ya que si conocemos no lo hacemos sin temor, sin amor u odio, sobre todo, no conocemos sin la espina de la duda. Las cosas son para la consciencia, no porque exista en alguna parte un decreto que otorgue a ésta un privilegio especial, sino porque la experiencia que la tradición filosófica (o parte de ella) llama “conciencia” consiste en ese estallido, fuera de sí misma, hacia las cosas; al mismo tiempo que en el presentarse de las cosas como teniendo un sentido para alguien. Entonces, no nos fundimos con las cosas como la máquina se confunde con los datos, sino que vivimos fuera de nosotros mismos, justo entre las cosas y los otros, como afirmaba el filósofo de la libertad.    

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