El Carnicero.

Por ADRIAN CANGI

“Yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor (…) si, en definitiva, mis ojos son un espejo, debo de tener una mirada de loco, de desolación.” Jorge Semprún

“Cuento esto para mostrarles a ustedes por qué estamos peleando”. Alfredo Bravo

Genealogía

Los bóers –también llamados afrikáners– granjeros de origen holandés, se habían establecido en la zona de El Cabo a mediados del siglo XVII. De fe calvinista y profundamente racistas, habían despojado a los originarios de sus tierras. Entre 1835 y 1845 tuvieron que retirarse de esos territorios ante la presión de los colonos británicos y se establecieron en las zonas más norteñas de Orange y Transvaal. Es en esta zona donde chocaron los intereses de los colonos británicos –en su mayoría mineros– y los de los bóers –fundamentalmente ganaderos y agricultores–. Más allá de la disputa económica de oro y diamantes, Gran Bretaña, además, por razones geopolíticas, tenía un elevado interés en unir el continente africano de norte a sur bajo su soberanía, en tanto que los bóers además de otros pueblos como los zulúes, obstaculizaban esas pretensiones geopolíticas. Los ingleses en Sudáfrica son los grandes experimentadores de estados de excepción y de campos de concentración, matriz replicada por alemanes, rusos y franceses, con distintos modos y funcionamientos. Finalmente, conceptualizadas como un nuevo modo de guerra moderna.     

En la guerra anglo-bóer que durará desde 1899 hasta 1902, confluyeron, tanto factores políticos como económicos, inherentes al fenómeno imperialista. Es necesario recordar el conflicto Cecil Rhodes –hombre de negocios y gobernador británico de El Cabo– cuyo objetivo era conseguir para Gran Bretaña el dominio de todo el sur de África. El desarrollo de la guerra pasó por diversas fases, desde las iniciales victorias afrikaners-bóers, cuyo presidente Kruger declaró la guerra a los británicos, hasta la derrota de éstos tras una sangrienta guerra de guerrillas. En 1902, por el Tratado de Vereeniging se puso fin a las hostilidades y los bóers quedaron bajo el dominio del Imperio Británico, aunque conservando una amplia autonomía en las provincias de Orange y Transvaal.

Durante la Segunda guerra bóer, que duró de 1899 a 1902, los británicos crearon campos de concentración en Sudáfrica. Los campos fueron establecidos originalmente por el ejército británico, como campos de refugiados para proporcionar estadía a las familias civiles que se habían visto obligadas a abandonar sus hogares, por cualquier motivo relacionado con la guerra. Sin embargo, Frederick Roberts, comandante en jefe británico, inició una política de tierra quemada a mediados de junio de 1900, en un intento de romper la campaña de guerrillas y, como resultado, la afluencia de civiles creció dramáticamente. ​A finales de 1900, Herbert Kitchener tomó el mando de las fuerzas británicas e intensificó esa política, lo que provocó la extrema masificación de los campos.

 

Arqueología

Esta no fue la primera aparición de campos de “internado”, ya que los españoles habían utilizado la modalidad del internamiento durante la Guerra de Independencia cubana, aunque el sistema de campos de concentración de la guerra bóer, constituye la primera vez en que una nación entera es atacada y tratada sistemáticamente en los campos. Hubo un total de 46 campamentos que se construyeron para los internos bóeres y un mínimo de 66 campamentos adicionales que se construyeron para personas negras. De los 33.000 hombres bóeres que fueron capturados como prisioneros de guerra, más de 30.000 fueron enviados a campos de prisioneros en otros lugares del Imperio Británico. La gran mayoría de los bóeres que permanecieron en los campamentos locales eran mujeres y niños. Más de 27.927 mujeres y niños bóeres perecieron en estos campos de concentración, así como más de 20.000 negros en los campos específicos para mantener la segregación.

Los campos estuvieron mal administrados desde el principio y se sobreocuparon cada vez, más cuando las tropas de Kitchener implementaron la estrategia de internamiento a gran escala. Las condiciones eran pésimas para la salud de los internos, principalmente por el abandono alimentario, la mala higiene y las inexistentes condiciones sanitarias. Las raciones de alimentos eran escasas, el alojamiento inadecuado, la mala alimentación, la mala higiene y el hacinamiento llevaron a la desnutrición y enfermedades endémicas contagiosas como el sarampión, la fiebre tifoidea, la disentería, que diezmó a la infancia como “eugenesia racial”, porque los niños eran particularmente vulnerables a estas enfermedades.

De una historia a otra, una misma arqueología de los discursos actúa sobre la formación del Plan Cóndor. Así como la liberación de la Francia ocupada constituye un ícono de la recuperación de las libertades perdidas, durante el predominio del nazismo en plena guerra, se ha invisibilizado la circunstancia verificada que da cuenta de que el mismo día de los emocionantes festejos libertarios en París –el 8 de mayo de 1945– los franceses aniquilaban a 45.000 argelinos en Satif, por el solo hecho de luchar por la misma idea de independencia que se festejaba en la metrópoli. En 1945, los 45.000 muertos de Setif podían pasar inadvertidos; aunque en 1947, los 90.000 muertos de Madagascar podían ser objeto de una simple noticia en los periódicos; en 1952, las 200.000 víctimas de la represión en Kenya podían no suscitar más que una indiferencia relativa. Las contradicciones internacionales no estaban suficientemente definidas. En Argelia la conciencia “en sí” y “para sí” de la condición explotadora colonial y de la situación de explotados de los colonizados había madurado desde hacía tiempo. El imperio tenía fecha de vencimiento y sólo podía apelar a estrategias sangrientas de restauración del orden, que solamente iban a demorar el desenlace anunciado.

Colonialidad

La originalidad del contexto colonial se funda en que las realidades económicas, las desigualdades, la enorme diferencia de los modos de vida, no llegan nunca a ocultar los modos y maneras de existencia humanas. Cuando se percibe en su aspecto inmediato el contexto colonial, es evidente que lo que divide al mundo es el hecho de pertenecer o no a tal “especie”, a tal “raza” o tal “etnia”. En las colonias, el extranjero venido de fuera se ha impuesto con la ayuda de sus cañones y de sus máquinas de guerra. A pesar de la domesticación lograda, a pesar de la apropiación, el colono sigue siendo siempre un extranjero. No son ni las fábricas, ni las propiedades, ni las cuentas bancarias lo que caracteriza principalmente a la “clase dirigente”. La “especie dirigente” es, antes que nada, la que “viene de afuera”, la que no se parece a los “autóctonos” o a los considerados: “los otros”.

Los crímenes cometidos por los países coloniales han gozado de un piadoso silencio, y las escaladas de muerte impulsadas por la burguesía, las fuerzas armadas y grupos paramilitares franceses en Argelia, culminaron en un intencional aniquilamiento de parte de un grupo nacional, aunque no constituyeron una excepción a la regla, sino la exploración de un laboratorio moderno que no tiene retorno. En Francia, la verdad sobre los crímenes cometidos por las fuerzas especiales en Argelia, durante la guerra de independencia de ese país en los años ’50, en una de las tantas colonias francesas, se extienden sobre el cielo de la sociedad como ropa mal lavada. El último escándalo fue disparado por las confesiones públicas de uno de los protagonistas de esa llamada “guerra”, el general Paul Aussaresses, jefe de los servicios secretos franceses. El juez Roger Le Loire, investiga la desaparición de ciudadanos franceses en Chile y Argentina, e interrogó a Aussaresses para saber en qué medida estaba al corriente del Plan Cóndor, cuando era Agregado Militar en la embajada de Francia en Brasil, en 1975, y qué informaciones disponía sobre los llamados “cursos dados por sus hombres, a los oficiales argentinos”. 

Aussaresses dijo no saber nada, pero los documentos prueban que quedan muchas cosas por saber. La práctica de la tortura generalizada y el concepto de “guerra moderna” implica la eliminación o desaparición de cualquier forma de oposición, y encontraron sus mejores teóricos en la figura de dos militares franceses que realizaron varios viajes a Buenos Aires, entre los anos 1957 y 1975. Sophie Thonon, la abogada de los familiares de franceses desaparecidos en la Argentina, recuerda con acierto que numerosas misiones conjuntas de los ejércitos de aire y tierra franceses fueron a las escuelas de guerra y a las academias militares argentinas.

 

Argentina

El 4 de enero de 1981, el general Ramón Camps, recuerda en un artículo del diario argentino La Prensa, que esas “misiones y cursos” comenzaron bajo la dirección de los tenientes coroneles Patrice de Naurois y François-Pierre Badieï. Ambos especialistas en torturas y desaparición, en las tácticas de guerra moderna. Aquellas “sesiones” sirvieron para transmitir las experiencias de los oficiales franceses en las guerras de Indochina y Argelia. Los documentos existentes prueban que esas enseñanzas se basan en los trabajos escritos, por otro de los militares de Francia, que confesó la práctica de la tortura en Argelia, el general Massu. Las tácticas fueron inculcadas por el general Salan y, sobre todo, por el teniente Roger Trinquier.

Una nota del general Massu fechada el 19 de marzo de 1957 argumenta sobre uno de los principios aplicados luego por las juntas militares argentinas. No se puede luchar contra la “guerra revolucionaria y subversiva”, protagonizada por el comunismo internacional y sus intermediarios, con los procedimientos clásicos de combate. Es preciso utilizar métodos y acciones clandestinos y contrarrevolucionarios. Es preciso que esos métodos sean admitidos con “alma” y “conciencia”, como necesarios y moralmente válidos. Esa es la parte filosófica del “combate contrarrevolucionario”. La definición de la acción práctica le corresponde a Trinquier, redactor de numerosos manuales militares difundidos en Argentina, con especificaciones sobre tortura.

El teniente coronel Trinquier es el “organizador del concepto de guerra moderna”, según afirma Sophie Thonon. Dicha guerra se articula en torno a tres ejes: la clandestinidad, la presión psicológica y la moralidad estrecha. Si se observan los dispositivos técnicos aplicados en Argelia, en seguida se puede leer su traducción en Argentina y Chile. Trinquier inventó un sistema de búsqueda de la información, conocido en Francia como los DOP, “Destacamentos Operacionales de Protección”. Ese mismo sistema se plasmó en Argentina mediante los Grupos de Tareas. Los DOP, como los Grupos de Tareas en Argentina y Chile, interrogaban a los detenidos argelinos utilizando la tortura, recababan información sobre la organización político administrativa de los rebeldes y procedían al arresto y la eliminación de los sospechosos en lugares ocultos.

Manos de las sombras

Las “manos de las sombras” fueron grupos de tareas, que usaron estas mismas técnicas y métodos franceses. El enigmático nombre procede del poeta René Char, de su expresión poética El ejercito de las sombras, en favor de los partisanos, frase evocada en varios de sus libros. En 1939, tras la invasión de Polonia por los alemanes, fue destinado a un regimiento de artillería en Alsacia. Tras quedar libre del servicio en 1940, se unió a la resistencia bajo el nombre de capitán Alexandre, experiencia que reflejó en el poemario Solos permanecen (1945) y Las hojas de Hipnos (1946), un diario poético de los años de guerra. Condenó el comunismo en 1949. Furor y Misterio, comprende su poesía completa, entre 1938 y 1947. Luego publicó,  Los Matinales (1950) y La palabra en archipiélago  (1962)[2]. Sus poemas partisanos fueron utilizadas a la inversa por los DOP. En Argelia, Trinquier elaboró la “doctrina de la clandestinidad” pensando en los partisanos, que más tarde causaría estragos durante el Proceso cívico-militar del Plan Cóndor. Consistía en prácticas de represión basadas en el ocultamiento de los centros de detención, desaparición de personas y eliminación de los cuerpos. El uso de personal militar, aunque también civil, formado en comandos y recorriendo de noche los centros urbanos en busca de víctimas o de sospechosos para torturar, se transformó en una técnica implementada en Argelia por Aussaresses y Massu, luego importada a la Argentina y Chile, a través de las misiones de Patrice de Naurois y François-Pierre Badie. Trinquier teorizó por escrito las bases de la “guerra sucia” y sus “manuales” fueron considerados “palabra santa” en las academias militares nacionales. El cronograma de las misiones francesas a la Argentina permite situar con exactitud que fue la dictadura de Onganía, la que realmente comenzó a nutrirse de aquellas enseñanzas. En sus años en el poder las estadías de los expertos en terror fueron las más numerosas. Luego, todo lo aprendido pareció llegar a su punto culminante con el Proceso militar sostenido en el Plan Cóndor.

Un testimonio directo de Camps[3] termina de demostrar la “hermandad” técnica y moral que existía entre el cuerpo de oficiales argentinos y los misioneros que venían de París, con la valija llena de “métodos” para desaparecer y matar. En el artículo de La Prensa, Camps declaró, como una forma de homenaje: “En la Argentina primero recibimos la influencia francesa, después la norteamericana. Las aplicamos respectivamente de manera separada y luego conjunta, tomando los conceptos de las dos hasta que la norteamericana predominó. Pero hay que decir que la concepción francesa era más exacta que la norteamericana. Esta última se limitaba casi exclusivamente al aspecto militar, mientras que la francesa consistía en una visión global”.

El 19 de enero de 1984, el decreto 280 del gobierno de Raúl Alfonsín ordenó la detención del general Camps. El 12 de marzo de 1984, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas dispuso su prisión preventiva rigurosa. En 1986, la Fiscalía General lo acusó de 214 secuestros extorsivos con cuarenta y siete desapariciones, ciento veinte casos de tormentos, treinta y dos homicidios, dos violaciones sexuales, dos abortos resultado de crueles torturas, dieciocho robos y dieciocho sustracciones de menores. En 1986, la Cámara Federal lo encontró culpable de setenta y tres casos de tormentos seguidos de asesinatos y lo condenó a veinticinco años de reclusión con degradación e inhabilitación a perpetuidad. Posteriormente, se le denegó la obediencia debida, por haber tenido “alta capacidad decisoria” en las órdenes impartidas.

El carnicero

Ramón Juan Alberto Camps  (1927– 1994), militar del Ejército Argentino, condenado por crímenes de lesa humanidad a prisión y destituido de su grado militar de general de brigada, fue conocido como “El Carnicero”. Durante la dictadura, autodenominada, “Proceso de Reorganización Nacional” (1976-1983), en el cual estuvo a cargo de la Policía de la provincia de Buenos Aires y en 1977 fue jefe de la Policía Federal Argentina.Tuvo bajo su dirección varios de los centros clandestinos de detención ubicados en la provincia. Entre los casos de los que fue responsable se encuentran el Caso Timerman La Noche de los Lápices. En abril de 1977, el entonces coronel Ramón Camps, es puesto al frente de la Policía Federal Argentina, cargo que ejerció hasta comienzos de 1979,  cuando fue reemplazado por el General de Brigada Juan Bautista Sasiaiñ. En 1977, Camps secuestró a la familia Graiver, dueña de la que sería posteriormente “Papel Prensa S.A.”, durante la adquisición irregular, en tiempos de la dictadura militar del “Proceso de Reorganización Nacional”.

Lidia, la viuda, fue convencida para firmar el preboleto de venta sin chistar. Reunió a Juan y a Isidoro, les pidió que la acompañaran al solemne acto, celebrado en el despacho de Bartolomé Mitre, dueño del diario La Nación, a quien acompañaban Patricio Peralta Ramos, dueño del diario La RazónHéctor Magnetto, testaferro del diario Clarín. El traspaso a los tres diarios se firmó el 18 de enero de 1977. Después de ceder las acciones los miembros del Grupo Graiver, fueron detenidos e intervenidos en todos sus bienes para evitar que algún reclamo de herederos afectara la tenencia de Clarín y sus socios. El general Camps, jefe de Policía de la provincia de Buenos Aires, efectuó personalmente las detenciones. Los Graiver ni siquiera cobraron la cesión de las acciones. Camps fue uno de los militares del “Proceso de Reorganización Nacional”.

En lo que más se destacó, fue en el antisemitismo generalizado, que él denominaba “la cuestión judía”. Llegó a diseñar un juicio en masa contra los judíos más prominentes con el fin de condenarlos por sionismo. En ese contexto Camps, secuestró y torturó a Jacobo Timerman, director del diario La Opinión, quien pocos meses después, debido a la presión internacional, fue puesto en libertad y expulsado del país. En aquella oportunidad, Camps realizó una conferencia de prensa con el fin de mostrar que Timerman era sionista y con ese fin reprodujo una parte de la grabación del interrogatorio al que bajo tortura fue sometido Timerman, donde podía oírse: “Camps: ¿Admite que es judío?; Timerman: Bueno… sí; Camps (gritando): ¡Entonces es sionista!; Timerman: Bueno… no lo sé, tal vez”. En noviembre de 1982, publicó un libro contra Jacobo Timerman, titulado Caso Timerman. Punto final. A finales de 1983, el periodista español Santiago Aroca, de la revista Tiempo entrevistó a Camps. En la entrevista, el general defendió la tortura como el camino más corto para conseguir datos, confesó simpatías con Adolf Hitler, aunque negó ser nazi, admitió haber secuestrado a “niños de desaparecidos”, eliminado a “periodistas molestos” y haber hecho desaparecer a 5000 “subversivos”.

Cuerpos

Camps enseñó que sólo el hizo desaparecer a 5000, pero en particular, hace sentir la espesura del Proceso, como una capa de transparencia ante cualquier secreto u opacidad de los cuerpos. El caso Timerman, exhibe el plan de la tortura, aprendido para la desaparición de judios y de militantes, de periodistas o “molestos”. Este último significante es la espesura de los “molestos”. Nos obliga esta clara exposición, sin pudor alguno ante el crimen, la desaparición y el robo de bebés, a preguntarnos ¿Qué “cuerpo de goce” atraviesa la experiencia del carnicero? Cuerpos, cuerpos, todo cuanto existe e insiste son cuerpos. Algunos son llamados “cuerpos de goce”. El cuerpo no es materia intacta sin ritmo del ir y venir entre cuerpos. También un modo de ejercicio de poder sobre el subalterno considerado “cosa”. Es su potencia afirmativa, el ritmo es la tensión de duración por la que el cuerpo existe e insiste, su diferencia eficiente con respecto a otros cuerpos y su constitución singular. El cuerpo goza al ser tocado, y su ritmo entra en relación con otros ritmos. Aunque también puede ser potencia de muerte, porque el cuerpo de goce es “crueldad sin medida” sobre los límites del otro cuerpo, de sus ritmos y sus flagelaciones. Aquí se abre la coreografía de las composiciones, de las pasiones alegres y tristes, de las “corpografías”.

La corpografía de las torturas a quedado grabada a fuego en los testimonios del Nunca Más. Sabemos lo que esto significa para la memoria del siglo del horror que nos antecedió, en el que la crucifixión formó parte de la tortura en las “parrillas” de nuestros centros clandestinos. El mordaz testimonio de Guillermo Marcelo Fernández, con el que cerró la presentación de pruebas sobre la Mansión Seré, da cuenta de estas prácticas: “¿Y el Tano? “Qué personaje grosero el Tano, ¿eh? Pegaba fuerte el Tano. Un día, al grito de ‘hijos del diablo, hijos del diablo’, agarró un látigo y empezó a pegarnos. ‘Son todos judíos’, decía, ‘hay que matarlos’. Nos obligó a rezar el Padrenuestro. A Claudio Tamburrini se le había hecho un blanco. Me lo dijo y se lo recité. Y así fue esa especie de orgía religiosa que había organizado el Tano.” No olvidemos jamás cuando se dice que el cuerpo goza, porque se lo presiona o se lo piensa, cuando siente placer o dolor. Tocar produce goce y dolor en una variación continua que enloquece al pensamiento. Goce es lo opuesto a la angustia, también puede constituirse en su más precisa continuación. La angustia interrumpe en el tacto, porque lo vuelve fantasmático. En la tortura de las “capuchas” y en la “pecera” de la ESMA, el tacto lo es todo, aunque no lo es separado del grito y la música. ¿Qué guardan grabados los muros de la ESMA? Que el “cuerpo de gozo” se extiende en todos los sentidos, dando sentido a todos a la vez y a ninguno. Cada sentido “siente” y se “siente sentir” –entre angustia y terror en la víctima”– con distancia entre quien tortura y el torturado, gozando de la separación plena en su goce. La tortura es el arte de la sepación y del desmembramiento. Nada pasa en otro lugar que en el cuerpo.

El cuerpo ha sido considerado la gravedad y la gracia, se confunde con su carga y con su vuelo, con su tumba y con su fantasma. El cuerpo es indefectiblemente desastroso, es la angustia puesta al desnudo. No dejamos de pensarlo en la salud, el deporte y el placer; aunque inseparable de la enfermedad, la tortura y la tumba. “Ni anterior, ni posterior, el lugar del cuerpo es el tener-lugar del sentido”, escribe el filósofo Jean-Luc Nancy en su libro Corpus (2000). El cuerpo no es la prehistoria oscura o el testimonio pre-ontológico, sino el tacto del hacer técnico, que lo constituye y que crea un mundo de sensación y sentido, a través del proceso de su constitución. El cuerpo torturado es la memoria infinita del soplo de ese intante que no se suspende jamás. El cuerpo siempre habrá sido el “entre-lugar” de dos sentidos: de lo impersonal y de lo personal. Todo aquello que en el hombre es impersonal, ha sido considerado por una larga tradición como sagrado. Ni la ciencia, ni el derecho, ni el arte –ni ninguna otra cosa lo son–. Lo sagrado sólo es impersonal y anónimo, y en ello, sólo radica la perfección y la potencia de la individuación humana.

Calama

En las ruinas de Chacabuco, el desierto de Atacama encierra un secreto bajo capas superpuestas: el campo de concentración más grande de la dictadura de Pinochet. Sobre un campo minero del siglo XIX los militares dispusieron alambrados de púa y torres de vigilancia para deportados políticos. El siglo XX no es posible de ser pensado, sin la historia de los campos de concentración y el estado de excepción que allí se dispone.[4] El testigo Luis Henriquez revela que los militares prohibieron la práctica de la observación de los cielos dentro de los campos, porque estaban seguros de que los presos podían huir con ayuda de las constelaciones. Miguel Lawner decidió grabar en su memoria una métrica de los espacios para dejar testimonio gráfico de la existencia de los campos. Henriquez es un transmisor de la memoria, Lawner es su más refinado arquitecto. Los militares desactivaron la astronomía y desmantelaron los campos, pero la memoria es en su reconstrucción astronómica y cartográfica, memoria de los cuerpos. La precisa localización del campo en el desierto, se opone a una técnica de desaparición y remoción de los restos óseos de los torturados. En algún lugar del desierto de Atacama, minúsculos fragmentos de huesos humanos indican la afanosa búsqueda de las mujeres de Calama, que durante veintiocho años encontraron huececillos diminutos, para reconstruir la memoria de las víctimas. Guzmán dice con claridad en Nostalgias de la luz, que “durante diecisiete años, Pinochet asesinó y enterró los cuerpos de miles de prisioneros políticos. Para impedir que alguien los encontrara, la dictadura desenterró los cuerpos, trasladó los restos a otros lugares o bien los lanzó al mar”. Ampliamos la pregunta que nos interroga: ¿qué relación hay en común entre las estrellas, la tierra y los huesos? Las ciencias astronómica, arqueológica y forense comparten en común un mismo material: el “calcio” de la memoria viviente.

Investigar los restos de los huesos de los desaparecidos en el desierto de Atacama, para comprender el obrar de los dispositivos de desaparición y de gestión de la vida y de la muerte bajo el Plán Cóndor, requiere de relaciones e intersecciones amplias, que permita decir que, en un ignoto lugar del planeta, se dispuso una máquina de desaparición como técnica de gobierno entre la luz de las estrellas y la geología de la tierra. En esa localización los gritos olvidados por muchos son buscados a través de los restos de los huesos. La voz de las mujeres de Calama se inscribe en un espacio de eco y resonancia, donde la que habla lo hace en medio de la locura condenada al olvido. “Habla” casi sin huella y sin porvenir, “habla” desaparecida, aunque insistente tras las huellas, “habla” aunque apenas dicha, que no se retiene en el presente, sino que se encomienda en la búsqueda interminable entre pasado y porvenir. ¿A qué se encomiendan las mujeres de Calama en ese ritual de la búsqueda sin fin? A la química del calcio y a la insistencia, que logra ver en la ausencia los “cuerpos completos”.

Como la voz de Vicky Saavedra, hermana del desaparecido José Saavedra González, que narra con precisión su asesinato, a través de las partes encontradas de los huesos de su hermano. En el grito sin palabra y en el silencio posterior al grito, las mujeres de Calama insisten más allá de humanismos extenuados. La insistencia es un modo de vivir y de resistir, que dice con sus gestos, que “pase el hombre”, que pase y que no retorne el hombre del exterminio y de la desaparición forzada. Puede decirse que ya ha pasado en la medida en que siempre ha sido apropiado por la desaparición que produjo, y que a la postre, es su propia desaparición. Aquel hombre del humanismo cultor del “terror”: de la autoridad, el poder y la ley; de la cultura, el heroísmo y el orden, fue llevado por la desaparición hasta el espasmo del grito silencioso y la cicatriz del cuerpo en la historia.

Persona

Este pensamiento capital surge de las páginas de La persona y lo sagrado (1957)[5] de Simone Weil, porque la “persona humana” es la entereza de lo impersonal y de lo personal. Reconocemos en esta fórmula de Weil que “lo sagrado no es la persona, sino la ‘persona humana’” considerada en su unidad no cuantificable. Brazos, ojos, pensamientos son en su unidad sagrados, porque es la unidad de la persona humana lo que impide arrancar un ojo a aquel hombre o una víscera a aquel otro. Cree Weil que el bien no permite pensar el cuerpo como partes extra partes, porque este modo de pensar interrumpe lo sagrado por la ciencia y el derecho. Es en el lamento infantil que surge la unidad sagrada como un grito silencioso que proviene del fondo del corazón humano. El grito es irrepresentable y es el efecto que el mal infinito suscita como injusticia que destruye lo sagrado. Es el modo más radical de protesta de la vida impersonal contra el poder, porque éste sólo escucha un rumor en aquel grito vital, revelando que lo impersonal siempre es anónimo y se accede a éste por una experiencia que bordea el lenguaje en la soledad extrema. Sagradas son las siluetas de Ana Mendieta realizadas en el período de 1973 a 1978, entre el fuego, la sangre y la espuma como contornos de una ausencia que no puede ser cuantificada ni separada en su extensión. Sagrados son los cuerpos de los 43 estudiantes asesinados en Iguala, sobre los que Los Ingrávidos en 2014 rodearon las huellas de su desaparición, al exponer la descomposición de la “persona humana”.

Lo sagrado arcaico está ligado a lo que los latinos llaman Genius. En su nombre no se practican sacrificios sangrientos, sólo se consumen en el momento del nacimiento delicias e inciensos, vino y miel. Se ha visto en esta figura la personificación de la energía sexual que preside a los nacimientos y a la sacralización física y moral de la persona. La “persona humana” no es sólo la suma de “yo” y “conciencia individual”, sino que convive desde el nacimiento hasta la muerte con un elemento impersonal y pre-individual. Lo impersonal es inseparable de la persona porque Genius impide cerrar una identidad sustancial. Nunca lo individuado está cerrado porque lo impersonal en nosotros es la “fuerza vital” que empuja la sangre y nos hunde en el sueño, que tensa las fibras musculares y distribuye las variaciones de la temperatura corporal. Para los latinos lo impersonal sagrado aparece bajo el nombre de “vida” y supone vivir entre la vida y la muerte en presencia de un “extraño” que nos expone a una emoción, que excede el conocimiento mensurable y enunciable, pero que al fin rige las erecciones, digestiones e iluminaciones mentales del cuerpo. El escritor francés Pascal Quignard indaga en la relación entre Genius y genitalia en su libro Morir por pensar (2014)[6], donde explicita que Genius es el dios engendrador de los romanos. “Es el dios que renueva los cuerpos en el Imperio (…) Los romanos decían: Todo hombre tiene un genio puesto que mi genio es lo que engendra”. Genius es el dios que protege los genitalia y se personifica en Fascinius, que es la figura del sexo viril rígido, y aún con mayor precisión es el dios de la fascinatio que protege el miembro masculino de la impotencia o la flacidez gracias a su estatuilla: el fascinum protector. De las páginas de Quignard se desprende un antiguo saber filosófico ligado a la vida práctica de los cuerpos: “Así como Genius traduce el término griego daimon, virtus traduce el griego dynamis. Virtus siempre quiere decir, en antiguo romano, “potencia sexual viril violenta”. El buen demonismo, la eudoimonia de los griegos, se vuelve la inflatio entre los romanos”. De esta inflación de un órgano del cuerpo, de su inflamación depende la fertilidad de la vida, por ello el daimon se metamorfosea en Genius en nombre de la voluptuosidad. El filósofo italiano Giorgio Agamben precisa en su libro Profanaciones (2005) que “Genius es nuestra vida en tanto que no nos pertenece”.

Genius ha sido considerado un campo de fuerzas que definen lo viviente corpóreo en un movimiento que va de “lo impersonal a lo individual” y de “lo individual a lo personal”. La vida como un campo de fuerzas se constituye en un modo poético de vivir porque es un entre-lugar entre Yo y Genius. Ante la fuerza de Genius todos los hombres son pequeños porque sólo acceden a este campo de fuerzas por el efecto de los síntomas. Entre El individuo y su génesis psico-biológica (1964) de Gilbert Simondon y Diferencia y repetición (1968) de Gilles Deleuze, accedemos a la dimensión impersonal por vías de la “emoción”. La emoción es el umbral o la zona de extrañeza donde las fuerzas que nos constituyen nos tocan tanto para el placer, la candidez y la claridad como para la agonía, la tenebrosidad y la oscuridad. Es cierto entonces que Genius es la figura que atraviesa la tradición occidental, y que mejor expresa que nuestra vida en cuanto tal no nos pertenece. Es la aceptación del devenir impersonal por el cual entramos en relación de velocidad y lentitud con otros cuerpos minerales, animales y celestes. Ha sido llamada la parte “inmadura” del cuerpo que vacila en el umbral de la individuación empujándonos hacia los otros cuerpos posibles según el goce de la intensidad. La tradición occidental quiso ver esta figura como a un “elusivo jovencito”, siempre obstinado porque nos expone a la emoción incomprensible. Cuando Genius pasa sentimos su ráfaga y sólo lo comprendemos como un efecto corporal en un largo aprendizaje de nosotros mismos. Tal vez, por ello, se lo ha personificado como un “falo alado” que preside el umbral físico de los lechos nupciales.

Tragedia

En la emoción se conserva esta figura de pasaje entre mundos posibles y corpóreos por la que sucumbieron los pensamientos antiguos del griego Sócrates y del latino Apuleyo, al haber revelado el umbral entre lo impersonal y lo personal, entre lo divino y lo profano, como un campo de fuerzas que habitan el cuerpo. Entre el mundo antiguo y el moderno comprendemos con Hegel que antes que cualquier derecho de persona hay pathos. Los poetas trágicos, forzaron a sentir a Nietzsche, más que los filósofos lógicos. Aquel dolor padecido en las tragedias es la fuente originaria de la emoción. A partir de Nietzsche, se trata de pensar los síntomas del cuerpo, como efectos en el pensamiento. La vida sensible del cuerpo está hecha de emociones, que son “gestos activos” y síntomas que expresan signos, que nos disponen fuera de nosotros mismos sin dejar de conectarnos con la intimidad. Cuando la emoción nos atraviesa se produce la variación del llamado “cuerpo vibrátil” o “cuerpo de goce”. La emoción aparece como una apertura efectiva por la intensidad del cuerpo sensible.

Sartre y Merleau-Ponty vieron allí una suerte de transformación y de conocimiento sensible. Pero será Freud quien señale que la emoción está en mí y fuera de mí, y por eso es al mismo tiempo una extrañeza que disocia el afecto y la representación, tanto en los procesos de la locura como en los del sueño. Deleuze escribió que “la emoción no dice ‘yo’ (…) Uno está fuera de sí. La emoción no es del orden del yo, sino del acontecimiento (…) Habría que recurrir a la tercera persona porque hay más intensidad en la proposición ‘él o ella sufre’ que en ‘yo sufro’”. El filósofo sostiene que la presencia de una intensidad impersonal es más potente, en el proceso vital de individuación, que el padecer personal. El inconsciente es más radical que mi pequeño “yo”, del mismo modo que lo transindividual es más profundo que cada “yo” individual. La emoción nos expone a los otros porque pasa a través de gestos que realizamos sin percatarnos. Estos gestos vienen de muy lejos en el tiempo.

Los latinos llamaban a estos gestos “esquemata”, y son como restos fósiles en movimiento que animan nuestros hábitos, con la fuerza primitiva que atraviesa la historia. Es lo que el historiador del arte Aby Warburg llamó “fórmulas del pathos”, porque en éstas descubrimos que las imágenes transitan y transforman los gestos emotivos más inmemoriales, hasta volverlos presentes por repetición y diferencia de las emociones. Las emociones, dice el filósofo francés Georges Didi-Huberman, son por igual movimientos y transformaciones, pensamientos y acciones, duelos y deseos. Lo impersonal pone en escena la fuerza emotiva, sagrada e inmemorial en el gesto de los hombres, como si cada gesto de una “persona humana” fuera un cristal de tiempo, que actualiza cada vez en la repetición una virtualidad impersonal e intensa. “Cuerpo de goce” es el nombre del sintagma de aquello que nos atraviesa en el temblor.

 

[1] Ensayo perteneciente al libro Negacionismo. Naufragio de la memoria, de Adrián Cangi, de próxima publicación en la colección editorial de Coyunturas.

[2]René Char (1986). La palabra en archipiélago. Madrid: Hiperión.

[3]Ramón Juan Alberto Camps (Alias El Carnicero), La Prensa, 4 de enero de 1981. Testimonio citado En Miguel Bonasso (2014). Lo que no dije en Recuerdo de la muerte. Buenos Aires: Sudamericana; Vale recordar a Alfredo Bravo, quien fue secuestrado el 8 de septiembre de 1977 y torturado durante diez días por Miguel Etchecolatz; en el último, antes del decreto del PEN que legalizó su detención, Ramón Camps lo amenazó con aparecer suicidado si hablaba. En julio de 1978, ya en libertad vigilada, Bravo narró con extrema precisión esos días de tortura durante una reunión en la Embajada de Estados Unidos y agradeció los esfuerzos diplomáticos para lograr su liberación. “Cuento esto para mostrarles a ustedes por qué estamos peleando”, dijo. La Comisión Provincial por la Memoria (CPM) compartió aquellos documentos exclusivos de la última desclasificación de archivos del FBI, CIA y Departamento de Estado, sobre la dictadura argentina, que gestiona en el marco del convenio con el National Security Archive y la universidad William & Mary.

[4]Giorgio Agamben (2021). “¿Qué es un campo?”, En Medios sin fin. Notas sobre la política, Valencia: Pre-textos; Giorgio Agamben (2004), Estado de excepción, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

[5]Simone Weil (1957). La personne et le sacré. En Dernières lettres, París: Gallimard.

[6]Pascal Quignard (2014). Morir por pensar. Buenos Aires: Cuenco de Plata.

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