Nota a Trabajo y valor en el capitalismo contemporáneo de Pablo Miguez.

Por ANTONIO DI STASIO (Italia, Doctor en Teoría e Historia de las Instituciones, Universidad de Salerno y Ciencias de la Comunicación y de la Información, Universidad de París 8)

Tanto el concepto de valor como el de trabajo han sido siempre puntos fundamentales del debate marxista. Sin embargo, a menudo, en la tradición marxista, han sido interpretados por el marxismo de forma estática. Como si el sistema marxiano fuera un modelo lógico ajeno a las transformaciones reales que afectan a las relaciones productivas concretas del capitalismo. El libro de Pablo Miguez «Trabajo y valor en el capitalismo contemporáneo» tiene el gran mérito de interceptar estas dos líneas y mostrar su evolución, saltos y crisis siempre en conexión con las transformaciones concretas que han afectado a las diferentes fases del capitalismo. Míguez, por un lado, insiste mucho en los estudios de la sociología del trabajo, mostrando cómo la organización de los procesos de producción y la relación que la fuerza de trabajo tiene, y ha tenido, con el capital fijo, la máquina, varía en función de las fases histórico-productivas que han atravesado el desarrollo del capital; por otro lado, el dato sociológico, nunca cae en un mero empirismo, las categorías marxianas sirven como clave necesaria para una comprensión integral de la dinámica del capitalismo.

Merece la pena seguir precisamente esta línea de conexión entre las dimensiones lógica e histórica del capitalismo. Lo que emerge con fuerza en el texto de Miguez es la reconfiguración del vínculo entre trabajo y valor. A partir de la crisis del modelo fordista y con la afirmación de las transformaciones que marcaron el advenimiento del capitalismo cognitivo, el vínculo entre trabajo y valor se ve profundamente mutado. La dimensión dinámica de las categorías toma definitivamente el relevo de una concepción estática.

Y es precisamente esta tensión, entre dinámica y estática, la que se aborda desde los primeros capítulos, situando al lector inmediatamente ante unas encrucijadas metodológicas de importancia fundamental en la historia del marxismo. No es casualidad que los dos principales marxismos que Míguez elige para dialogar críticamente entre sí sean, por un lado, los teóricos de Frankfurt que más han insistido en la forma valor, Sohn-Rathel y Postone, y, por otro, la corriente neo-operaísta de Negri, Lazzarato, Marazzi y otros.

De esta elección surgen cuestiones que, en mi opinión, constituyen el trasfondo de todo el texto y que se refieren a dos órdenes de problemas: 1) ¿cuál es la relación en la obra marxiana entre forma y contenido? Es decir, ¿en qué medida las transformaciones del trabajo y los procesos de acumulación afectan a la forma misma del valor? 2) una vez asumidas las profundas transformaciones del trabajo y de las subjetividades sociales con el advenimiento del capitalismo cognitivo, por lo tanto dentro de la hegemonía de la producción inmaterial, ¿es todavía posible hacer del trabajo la única fuente de valor? ¿O acaso la centralidad de la cooperación social, registrada por la tendencia a devenir renta de la ganancia, señala la aparición de una nueva y segunda fuente de valor?

La forma valor

Empecemos por la primera cuestión. En el segundo capítulo Míguez retoma la interpretación rubiniana de la teoría del valor de Marx. Esta es una elección muy acertada, ya que Rubin es quien primero, y mejor, supo ver la distinción que hace Marx entre contenido material y forma social. El contenido material se refiere al cuerpo de la mercancía en sí y, al mismo tiempo, a la dimensión fisiológica del cuerpo humano y sus necesidades. La materia tiene sus propias leyes y plantea sus propios obstáculos naturales para ser dominada. Esta dimensión fisiológica no depende de las leyes sociales, pertenece a las leyes de la física, la biología y la química. Ciertamente, los hombres pueden desarrollar el conocimiento y la potencia productiva necesarios para transformar el mundo natural, y pueden así acumular los medios para hacerlo de la manera más rápida y eficaz posible. Pero los obstáculos que se ponen en su camino, las leyes que regulan estas transformaciones, no se refieren a la dimensión social. Lo que concierne a la forma social, es decir, a la manera en que los hombres se relacionan entre sí, pertenece únicamente a la manera en que desarrollan esos conocimientos y esas fuerzas productivas. La forma social se establece mediante leyes sociales que determinan las relaciones de producción y reproducción de los sujetos, su forma de organizarse y relacionarse: de producir conocimiento y riqueza, de distribuirla, de hacerla circular y de consumirla. En resumen, el primer ámbito se refiere al dominio del hombre sobre la naturaleza, mientras que el segundo se refiere a las formas de dominio del hombre sobre el hombre. Desde el punto de vista de la economía política, se trata de comprender los resultados de este segundo ámbito; y, desde el punto de vista de la crítica de la economía política, se trata de comprender los resultados junto con los presupuestos, es decir, las condiciones necesarias para la producción y reproducción continua de una determinada relación social. La economía política, al tratar de comprender el funcionamiento y las leyes del intercambio, confunde el capital con una cosa, confundiendo así las dos esferas al identificar el capital con los medios de producción y, por tanto, lo eterniza. Por el contrario, la crítica de la economía política asume el capital como una relación social que, como tal, se genera dentro de ciertos supuestos históricos y tiene su propia evolución particular.

Ahora bien, en el fondo del planteamiento de Rubin se abre una bifurcación que está bien representada por la distancia entre los marxistas de la crítica del valor (Postone) y el neo-operaísmo. Los primeros argumentan que una vez que estos presupuestos – y los procesos que los reproducen continuamente – han sido enmarcados, tendremos de hecho el «código genético» del capital como forma social. Su dimensión lógica se vuelve independiente de cualquier transformación histórica dentro de esa misma forma social. La ley del valor-trabajo sigue persistiendo en su estructura fundamental en todas las fases del capitalismo. Toda transformación histórica, toda dinámica de conflicto por parte de los trabajadores, se lee así dentro de una dimensión que nunca supera el fetichismo de la mercancía. Las subjetividades como tales actúan en una realidad invertida: “El fetichismo no permite ver que la materia es social, esto es, que se funda en relaciones sociales reificadas y alienadas, e históricamente específicas” (Miguez 2020, p. 122).

La consecuencia política de este tipo de posición es considerar cualquier movimiento que explícitamente no se mueve al nivel de la superación de la forma social como tal, como un movimiento totalmente subsumido por el sistema fetichista. Por ejemplo el movimiento obrero históricamente no ha ido más allá del conflicto sobre el modo de distribución de la riqueza, la lucha por los salarios no tenía como objetivo socavar la forma de valor como tal; por lo tanto, estas luchas no liberaron a la clase obrera, sino confirmaron la dominación del fetichismo de la mercancía. Para la crítica del valor, el rechazo del trabajo debe funcionar como un rechazo de la forma de valor como tal. Mientras el trabajo asalariado permanezca como tal dentro de la relación fetichista, es parte integrante del capital. Como escribe Miguez al exponer la posición de Postone: “El capitalismo es mucho más que la explotación, es la dominación de las personas por el trabajo. Es una estructura de dominación abstracta constituida por el trabajo como actividad mediadora” (Miguez 2020, p. 125).

Por otro lado, el neo-operaísmo, sin dejar de tener en cuenta las observaciones que la dimensión formal del capitalismo adquiere en la obra marxiana – observaciones que en la tradición neo-operaísta han sido retomadas no sólo en referencia a la obra de Rubin, sino también en la relectura de un autor como Pašukanis – asume el método marxiano como un análisis simbiótico de forma y contenido. En otras palabras, este enfoque será descrito de la siguiente manera por Negri en sus «Trentatre lezioni su Lenin»: «el objetivismo del discurso marxiano está siempre conectado dialécticamente con el surgimiento del antagonismo obrero, y la tendencia se afirma como resultado de la lucha entre clases. Así como la objetividad se define como resultado de la lucha de las relaciones de fuerza reales entre las dos clases.» (Negri 2016 traducción y cursiva mías, p. 246). Las transformaciones internas dentro de las distintas etapas del capitalismo no sólo afectan al contenido del valor – lo que se produce y con qué medios -, sino que también se refieren a las tensiones internas de la forma social, la llamada dimensión objetiva.

En la comparación que Miguez construye entre Negri y los teóricos de la crítica del valor, esta diferencia emerge con claridad precisamente en la significación fundamental que asumen las mutaciones de los procesos de producción en el pensamiento neoperativista. Transformaciones captadas en sustancia por Miguez: “Asistimos a un cambio en la lógica de la valorización que, a pesar de seguir sustentada en la valorización del trabajo, se apoya de manera creciente en la valorización de los saberes. El saber es más que conocimiento porque incluye no solo los conocimientos formales derivados del trabajo intelectual (del cual el saber científico es uno de los más importantes, pero no el único), sino además saberes derivados de la cooperación social, de lazos sociales o afectivos (así como también los saberes tradicionales, como, por ejemplo, el de los pueblos originarios). En el capitalismo actual, la valorización del saber implica la captura de los saberes producidos por la sociedad toda, no solo por el sector de producción de ciencia y técnica, aunque sea –por razones obvias– uno de los objetivos fundamentales de esta apropiación.” (Miguez 2020, p. 206)

El énfasis que el neo-operaísmo pone en las transformaciones de la producción no es el resultado de una subestimación de la dimensión, por así decirlo, lógica de la relación de producción capitalista; por el contrario, este énfasis encuentra sus razones precisamente en el hecho de que estas transformaciones ponen en tensión esa misma dimensión. La crisis de la mensurabilidad del valor, cuestión sobre la que Míguez se detendrá en los últimos capítulos, es una expresión de la relación simbiótica que en el método operaista tiene la forma con el contenido: el desarrollo de las fuerzas productivas, la potencia productiva del trabajo vivo, por un lado, sitúa al común en el centro de la dinámica de la captura y la corrupción, por otro, hace emerger, ya en la virtualidad de las relaciones sociales actuales, nuevos principios de organización y producción capaces de hacer al común potencialmente autosuficiente respecto al capital. La hegemonía de la producción inmaterial sobre la producción material no implica sólo el hecho socioeconómico de que hoy se produzcan más bienes inmateriales, ni tampoco la centralidad que ha asumido la dimensión cognitiva del trabajador, ni siquiera la mera acentuación de la dimensión cooperativa. La hegemonía de la producción inmaterial, aunque no la revolucione, reconfigura profundamente la relación formal entre el capital y el trabajo, ya que transforma sus presupuestos.

Marx había identificado los dos presupuestos fundamental (i) en la separación de la fuerza de trabajo de los medios de producción, del capital fijo, y (ii) en la dependencia material resultante, con el consiguiente dominio directo del capital sobre el trabajador de la fábrica. La hipótesis neo-operaísta insiste en mostrar que con la hegemonía de la producción inmaterial asistimos a una tendencia de incorporación del capital fijo por la fuerza de trabajo. Esto, por supuesto, no pone fin al capital como forma social, pero lo obliga a reproducir sus presupuestos a través de dinámicas totalmente diferentes, ya que en las viejas formas ya no es sostenible. El rechazo del trabajo en la fase fordista siempre se ha movido, por un lado, como una fuerza reformista capaz de imponer una mejor distribución de la riqueza y mejores condiciones de trabajo, y, por otro, como una expresión del deseo revolucionario de subvertir todo el modo de producción como forma social general. La crisis de la mensurabilidad del valor es históricamente su resultado, un producto del conflicto obrero. Por lo tanto, es aquí una expresión, no sólo de la centralidad de la dimensión inmaterial, sino de la nueva configuración de la potencia política del trabajo vivo. Esta relación simbiótica entre forma y contenido, retomando las palabras de Cocco y Negri, citadas por el propio Míguez, permitió afirmar la dignidad del operaísmo sobre el “hecho de no haber disuelto nunca el concepto de revolución en el de reforma; debe, sin embargo, su eficacia al hecho de haber resuelto siempre el concepto de reforma en el de revolución, y al hecho de haber comprendido que dentro de este nexo se reunían la autonomía/independencia del sujeto proletario que se formaba en las relaciones de producción, y el éxodo de la relación de capital, es decir, la capacidad de destruir, junto con la explotación, le existencia misma de las clases” (Miguez 2020, p. 137)

Crisis de la ley del valor

En la segunda parte del texto, Míguez se adentra en cambio en el debate dentro del clima neooperativista. Una vez asumidas las transformaciones productivas, la hegemonía de la producción inmaterial y la centralidad de la cooperación social, se trata de actualizar las categorías marxianas al nivel alcanzado por las relaciones reales de producción en el marco del capitalismo cognitivo. En este punto surgen algunas divergencias que de alguna manera registra el propio texto de Míguez. Una primera divergencia se abre en la forma de interpretar la crisis de la ley del valor.

Por ejemplo, Lazzarato, especialmente a partir de los años 2000, verá en esta crisis el colapso de la adecuación del sistema teórico marxiano para interpretar los flujos inmateriales del conocimiento. La crisis de la ley del valor se entenderá aquí como el fin del trabajo como fuente de valor. El intento de construir una teoría alternativa del valor, a partir de la sociología de Tarde, tendrá como objetivo la elaboración de categorías económicas capaces de dar cuenta de una valorización que, contrariamente a la estandarización fordista, saca su savia de una fuerza de trabajo que hace de la creatividad, la invención y la diferenciación sus principales características. De este modo, la filosofía de la inmanencia, componente esencial del relato neo-operaísta, se juega en una función antimarxiana: si la teoría del valor-trabajo es una buena teoría para comprender las especificidades de un trabajo repetitivo, homologado y estandarizado, por el contrario, la filosofía de la inmanencia, de Tarde a Deleuze, puede proporcionar una nueva caja de herramientas, capaz de expresar con un lenguaje radicalmente diferente las especificidades de la fuerza de trabajo cognitiva.

El riesgo de Lazzarato, sin embargo, es el de perder de vista esa misma dimensión formal y, con ella, la concepción del capital como relación social. Por un lado, este enfoque hace hincapié en la independencia de la fuerza de trabajo; por otro lado, proporcionalmente, acaba viendo en el capital sólo la violencia y no ve la relación de dependencia que el propio capital tiene de la fuerza de trabajo vivo. El resultado de esta operación corre siempre el riesgo de resolverse en una concepción derrotista y sustancialmente basada en la impotencia política.

En este sentido, la operación de Negri será bastante diferente. Consistirá en hacer de la teoría del valor una variable dependiente de la teoría de la plusvalía. No, ciertamente, para mitigar la profundidad de los cambios histórico-productivos, ni para reconducir la emergencia de las nuevas subjetividades a las antiguas categorías. La forma-valor, aunque profundamente modificada, sigue existiendo. La heterogeneidad de la que está compuesta la fuerza de trabajo, la proliferación de formas de vida y la centralidad de los procesos cognitivos de diferenciación son continuamente reconducidos por el capital a una unidad, a través de la abstracción del valor. Por lo tanto, Negri – con Marazzi, Vercellone y otros – insistirá en subrayar la crisis de la ley del valor como una crisis de la mensurabilidad del valor. Lo que produce esta crisis de mensurabilidad es la preponderancia que asume la cooperación social respecto a la contribución del trabajador individual en los procesos productivos. Son precisamente los circuitos de valoración del conocimiento y la subjetividad los que representarán la expresión de la mencionada crisis de la mensurabilidad. Míguez retoma una cita muy pertinente de Negri a este respecto: “Quiero decir que cuando la teoría del valor no logra relacionarse cuantitativamente con la cantidad de tiempo de trabajo o con dimensiones individuales del trabajo, cuando su primera dislocación debe producirse a escala de tiempo social y de dimensión colectiva del trabajo, en ese mismo momento la imposibilidad de la medida de la explotación modifica la figura de la explotación” (Miguez 2020, p. 113).

Esto permite mantener la crítica y, de hecho, reproponerla a nivel de la forma de valor como forma social. En el capitalismo cognitivo (y no sólo), el reconocimiento económico de la mercancía producida, a menudo resultado de un extenso y ramificado trabajo social y cooperativo, se individualiza en esa figura que Marx llamó träger: el que lleva la mercancía al mercado, la máscara legal del sujeto supuestamente universal. Este reconocimiento, certificado por la compra y la venta, es lo que realmente, es decir, en la actualidad de las relaciones sociales, valida que una mercancía tenga valor de cambio, expresión de una determinada cantidad social de trabajo abstracto. La individualización del reconocimiento actúa como un formidable dispositivo de jerarquización y desconocimiento de la producción social que hay detrás de esa mercancía llevada al mercado por el träger. El desconocimiento es consustancial a la forma mercancía, al mecanismo autorregulador del mercado, que, por lo tanto, es objeto de crítica como tal, es decir, como forma social.

Dos ejemplos para comprender la concreción del vínculo entre el desconocimiento y la explotación en la forma de valor. La primera, relativa al trabajo reproductivo, podemos tomarla de algunas obras maestras del feminismo materialista (Federici, 2014). Sabemos que la fuerza de trabajo -el sujeto concreto, física y psíquicamente capaz de trabajar- es producida por un largo trabajo doméstico y de cuidados, y que en el mercado de trabajo el reconocimiento económico a través del dispositivo salarial se individualiza sólo en el «portador» (träger) de la “mercancía” fuerza de trabajo, en el resultado del proceso de producción. De ello se desprende que, de hecho, se reconoce que la fuerza de trabajo es útil y productiva para la valorización del capital, por lo que se reconoce implícitamente la productividad de las actividades de cuidado que la han realizado; pero, al mismo tiempo, al individualizar el salario en el portador de la fuerza de trabajo, se niega al trabajo reproductivo el estatus de actividad digna de reconocimiento económico. Todo ello se apoya en un orden discursivo que legitima esta discriminación apuntando a una forma de vida particular: ser mujer, buena madre, es algo «natural», y que en todo caso concierne al deseo privado, por lo que no debe reconocerse como algo de utilidad pública, de la que se beneficia todo el orden social -la actividad del cuidado no debe reconocerse como trabajo digno de remuneración. En definitiva, la forma de valor, es decir, la relación global entre la esfera de la producción y la de la circulación, es consustancial al desconocimiento del trabajo reproductivo como actividad social productora de valor.

Otro ejemplo de la misma lógica, que el propio Míguez recoge en algunas páginas, es el de la producción de datos. En la red todos producen datos, las acciones de comunicación e interacción social de los usuarios contribuyen a generar una gran cantidad de información con un enorme valor económico. El reconocimiento de este valor vuelve a concentrarse e individualizarse en las plataformas propietarias, las que extraen los datos y los venden. E incluso en este caso, dado que la producción de datos corresponde a actividades supuestamente lúdicas y autónomas, estas actividades no se perciben como concretamente productivas de valor, como internas al circuito de producción. Una vez más, sin embargo, tenemos un reconocimiento/desconocimiento, ya que en el momento en que se realiza el valor, es evidente que todas las actividades que han contribuido a la producción de ese dato han sido, de hecho, productoras de mercancías con valor de cambio, fuente de valorización del capital. Pero este reconocimiento se individualiza en el sujeto que extrae y vende estos datos, desautorizando a la red social que los produjo.

Por lo tanto, debe quedar claro que, desde este punto de vista, el valor realizado sigue teniendo su origen en una determinada cantidad de tiempo de trabajo social, pero, ahora, la dimensión cooperativa de los procesos de producción se vuelve constitutiva. La individualización del salario o de la compraventa funciona inmediatamente como un dispositivo de abstracción y extracción de plusvalía.

¿Cuántas fuentes de valor?

Otro punto que surge en las páginas finales y que ha adquirido cierta centralidad en el debate neo-operaista de los últimos años es el tema de la «doble fuente de valor». ¿Podemos definir “trabajo” todas aquellas actividades sociales que producen valor o deberíamos separar las dos categorías y hablar de doble fuente de valor?

Esta cuestión surge en un contexto muy específico. La governance neoliberal ha dado sus peores frutos en las últimas décadas. Primero contribuyó a determinar la mayor crisis financiera de la historia, y luego aplicó una serie de medidas de austeridad que tuvieron como único resultado descargar el coste de esa crisis sobre los segmentos más pobres de la población mundial. Todo esto ha generado un aumento vertical de la dependencia material de la mano de obra del capital. Ciertamente, no en contraposición con su potencial autonomía productiva, sino como dependencia de los salarios, de las condiciones necesarias para obtener el dinero necesario para vivir. Esto evidentemente empeoró las condiciones de trabajo y sentó las bases para una profundización del mando capitalista. Así, han aparecido formas de neo-taylorismo y, al mismo tiempo, el aplanamiento de la economía ha producido una serie de figuras laborales sujetas a un mando algorítmico directo que no siempre deja mucho espacio para la autonomía. En el marco de estos procesos, se ha abierto un debate sobre la configuración real de la relación entre el trabajo y el capital. Si en una primera fase parecía que la tendencia era la de un control indirecto de la fuerza de trabajo, ahora se insiste en la coexistencia de un capitalismo que extrae valor de la producción autónoma de la cooperación social y, simultáneamente, de un capitalismo que vuelve a proponer formas de mando directo que, a menudo, no solo desconoce la potencia productiva de la fuerza trabajo, sino que la destruye. Por ejemplo, no es raro encontrar en las metrópolis mundiales una mano de obra, a menudo muy joven y altamente cualificada, que realiza un trabajo descalificador y está muy subordinada a los dispositivos de disciplina y control (conductores de uber, riders, trabajadores de comida rápida, etc.). Por supuesto, esto no niega el potencial político de la mano de obra actual, no quita que haya un nivel muy alto de capacidad de autogestión y organización de la producción.

Sin embargo, en este contexto, ha llevado recientemente a cuestionar la diferencia entre la categoría trabajo y aquella de actividad social. ¿Pueden las actividades de los usuarios de una plataforma digital definirse realmente como «trabajo» y equipararse a lo que hacen los riders o los peones agrícolas? ¿Pueden agruparse bajo el mismo concepto dos condiciones existenciales tan diferentes?

La propuesta de Míguez es negativa y consiste en separar conceptualmente las dos áreas. El trabajo, retomando la definición antropológica dada por Marx en los primeros capítulos de El Capital, se define como una actividad consciente dirigida hacia un objetivo. Dado que, por ejemplo, el trabajo digital está constituido por acciones que sólo como efecto colateral producen datos, entonces estas actividades -como todas las de cooperación social que sólo por heterogeneidad de los fines son productivas de bienes- no deben incluirse en el concepto de trabajo. Así, la cooperación social, a semejanza de lo que puede ser la tierra o una mina para el capitalismo extractivo, constituye una fuente de riqueza que el capital encuentra gratuitamente y de la que se apropia.

Entonces, sobre esta base Miguez distingue en el caso de las plataformas digitales el concepto de trabajo del de actividad de esta manera: hay

“El trabajo dentro de las plataformas: se trata del complejo trabajo realizado por desarrolladores y analistas informáticos de todo tipo, que movilizan los conocimientos derivados de la programación y que suelen ser relativamente poco numerosos, muy calificados y, aun así, sujetos a dispositivos de control sofisticados.

El trabajo comandado por las plataformas: son los trabajadores quienes deben prestar los servicios de las plataformas. Se trata de trabajos que existían antes bajo otras modalidades y que se ven resignificados por la asignación desde la plataforma y la evaluación de los usuarios (choferes de Uber, repartidores de correo o mensajería, comidas rápidas).

Las actividades de las que se nutren las plataformas: son las actividades que consciente o inconscientemente (subir una receta de cocina a la web o usar la red del metro), de manera interesada o desinteresada (ser un youtuber o subir un video a YouTube), generan datos, como patrones de consumo, tendencias y audiencias, que son necesarios para el funcionamiento y el perfeccionamiento de las plataformas, y que pueden, a su vez, ser convertidos en mercancías (Facebook puede vender a empresas que producen bienes todo tipo de información referida a usuarios reales o potenciales de sus productos, para mejorar el conocimiento de la demanda de esas mercancías).” (Miguez 2020, p. 291-292)

Por otro lado, mi argumento a este respecto es que excluir la cooperación social y los resultados que el capital pone en valor, como los datos, de la categoría de trabajo abstracto es un problema tanto político como analítico. Político, porque la fuente de valor es ante todo la fuente de plusvalía, y esta última categoría está intrínsecamente marcada por el antagonismo de clase. Por lo tanto, tal distinción operaría una cesura en el nivel del sujeto antagonista, como si hubiera, por un lado, trabajo vivo y, por otro, cooperación social. Incluir ambos dentro de la categoría de trabajo abstracto nos permitiría, en primer lugar, mantener la unidad lógica del sujeto, y, sólo en segundo lugar, pero no por ello menos importante, nos permitiría analizar las múltiples operaciones del capital, que obviamente tienen un impacto profundamente diferente en las formas de vida y en las subjetividades heterogéneas – manteniendo firme, sin embargo, el hecho de que estamos tratando con un único régimen de acumulación, que se articula de formas también profundamente diferentes.
También hay que tener en cuenta que los dos aspectos se superponen -se piensa en la categoría de multiplicación del trabajo elaborada por Mezzadra y Neilson-, por lo que se trata de subjetividades internas a la cooperación social y, al mismo tiempo, insertas en la dinámica de individualización del trabajo remunerado (formas de neo-taylorismo, etc.) o del trabajo no remunerado (como el trabajo doméstico). Cada subjetividad, con diferentes costes existenciales en relación con su género y raza, su vulnerabilidad, produce valor por el capital en múltiples ámbitos, condiciones, tiempos y espacios de la vida. La unidad lógica de esta producción es políticamente fundamental.

En segundo lugar, hay una razón analítica, ya que el método marxiano se basa en una epistemología realista. No le corresponde al científico social identificar, quizás por convención, el criterio para distinguir el trabajo productivo del no trabajo. La ley de la plusvalía no es un modelo de intelección que se aplica externamente de la realidad; es una descripción del funcionamiento real de las relaciones sociales. El análisis sociológico de las diferentes experiencias existenciales no afecta al carácter lógico-histórico de la acumulación capitalista. Lo que es el trabajo productivo, con el método adecuado, debe ser captado en el análisis concreto de las relaciones productivas. Si hoy el capital intercepta nuestras interacciones comunicativas y las convierte en fuente de plusvalía, entonces estas actividades caen fácticamente en la categoría real del trabajo abstracto. Este último, como también señala Míguez, en Marx se llama abstracto precisamente porque potencialmente cualquier determinación concreta puede caer en él. Entonces solo en los procesos concretos de valorización que se decide cuáles. El énfasis que Marx pone en la crítica a los proudhonianos en el primer volumen de los Grundrisse, la insistencia en la determinación ex-post del valor de cambio, es un ejemplo de aplicación rigurosa de esta epistemología. En el capitalismo no podemos decir a priori qué actividad es productiva, es la realización del valor, por tanto la abstracción real que vincula fácticamente las relaciones sociales, la que decreta la productividad en términos de plusvalía de una determinada actividad. Las transformaciones subjetivas, tecnológicas y productivas que marcaron el paso del fordismo al capitalismo cognitivo son el presupuesto de que algunas esferas o ámbitos que antes el capital no podía incluir en el proceso de valorización ahora representan su savia vital. Además, Marx en las páginas de los Grundrisse (Marx 1976, 608-616) ataca la concepción del trabajo de Smith precisamente porque el economista escocés lo entiende como «sacrificio»; como si el determinante fundamental del trabajo fuera la «relación emocional con la propia actividad» (Marx 1976, p. 612). La definición marxiana del trabajo dentro de las relaciones de producción capitalistas no tiene nada que ver con esa tonalidad emocional. El trabajo abstracto se define como tal, independientemente de su determinación concreta, en la medida en que produce efectivamente plusvalía. Si hay una parte del trabajo vivo que hoy se ha convertido en productivo de riqueza social sin tener los mismos costes físicos y psíquicos de otros trabajos, esto sólo demuestra que es posible producir algo socialmente útil sin los sacrificios que el capital impone para otros trabajos. No sólo no hay que desconocer estas actividades como trabajo, sino que hay que exigir la construcción de las condiciones necesarias para que todo trabajo suponga menos sacrificio individual. 

Probablemente la forma de entender la categoría de «subsunción formal» juega un papel importante en este malentendido. Por un lado, este concepto puede verse como la exterioridad del capital con respecto al trabajo, según el modelo del mero robo: tenemos bienes naturales o fruto de la cooperación social, de los que el capital nos despoja de forma más o menos violenta. El punto de referencia aquí es la acumulación original. Hay un absoluto fuera de la relación capitalista, que puede ser tanto un valle como la actividad social, que el capital se apropia. Es una forma de ver las cosas que, en mi opinión, corre el riesgo de devolvernos a una visión maniquea entre un interior y un exterior del mundo capitalista. Una visión que, si pudo tener cierta validez histórica entre los siglos XVI y XVIII, hoy ya no puede entenderse de esa manera. Además, concebida así, la subsunción formal corre el riesgo de dar una imagen distorsionada del capital, que aquí ya no aparece como una relación, sino que se parece más a un Moloch que come y destruye lo que encuentra fuera de sí.

Sin embargo, por otro lado, la subsunción formal puede entenderse hoy en día para referirse a la autonomía virtual y real de la cooperación social, y así captar el hecho de que en ciertas esferas la cooperación social produce valores de uso (que el capital luego capturará y convertirá en plusvalía) con un mayor grado de autoorganización. Esto tampoco significa que el mando capitalista sea débil, ya que existen innumerables dispositivos de control que tratan de actuar indirectamente (aunque no con menos eficacia) sobre la cooperación social (la red es muy evidente, pero también lo es la deuda, etc.). Insistir en la autonomía productiva de la fuerza de trabajo no significa en absoluto menospreciar la brutalidad del capital; al contrario, significa dotarnos de las herramientas adecuadas para ver y organizar el potencial de contro-poder político que està en aquella autonomía.

Por supuesto, la lucha contra la subsunción formal en este segundo sentido reconfigura la instancia del rechazo del trabajo, ya que se hace necesario más bien eludir los dispositivos de control y captura, así como poner en marcha procesos de autovalorización para que el común sea autosuficiente. Además, ese alto grado de autonomía, a menudo acompañado de una remuneración nula, indica una cierta tendencia a que coincidan el deseo y la necesidad. No se puede dejar de ver que las plataformas digitales se benefician de nuestro deseo de comunicar, de compartir saberes, de informarnos etc. y que este deseo produce valores de uso social que, a su vez, pueden ser transformados en datos por la venta. Lo mismo ocurre con el deseo de cuidado, afecto, conocimiento, etc. Hay algo revolucionario en esta tendencia a que coincidan el deseo subjetivo y la producción social. En definitiva, entender la subsunción formal de esta segunda manera nos pone en condiciones de captar el capital en su esencia de relación social y de poner el acento en aquellas condiciones históricas que ya hacen vivo lo común.


Bibliografía
Federici S. (2014), Calibano e lastrega, Mimesis, Milano.
Miguez P. (2020), Trabajo y valor en el capitalismo contemporáneo, Ediciones UNGS, Buenos Aires
Marx K. (1976), Lineamenti fondamentali di critica dell’economia politica, Einaudi editore, Torino.
Negri A. (2016), Trentatre lezioni su Lenin, Manifestolibri, Roma.

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