Instituciones del común o los soviets del futuro (del prólogo a Estado y revolución, de Lenin).

Por TONI NEGRI (Septiembre de 2022)

1. A quienes me preguntan qué libro puede introducirles mejor en el marxismo, les respondo: Estado y Revolución, de Vladimir Ilich Lenin. ¿Por qué? Porque si Marx es el cerebro, Lenin es el cuerpo del marxismo, y para los materialistas es en el cuerpo donde reside el cerebro. En efecto, el marxismo no es una teoría económica, sino una crítica de la economía política, donde crítica significa ante todo capacidad de análisis al sumergirse en un mundo caótico y conflictivo, dominado materialmente por unos amos que te explotan y un gobernante que te manda. Que ‘te explota’ y que ‘te manda’ significa que el mando tiene que ver con tu cuerpo, es decir, con los cuerpos, energías, pasiones, valores de los que habitamos y trabajamos en este planeta. Lenin sitúa los cuerpos en la lucha cotidiana donde se anudan la reivindicación económica y la pasión política, el esfuerzo emancipador y el poder liberador. En esta primera aproximación, “Estado y Revolución” significa: cuerpos en lucha contra la materialidad del mando capitalista.

Esta relación desvela un primer significado del marxismo como crítica: significa estar dentro de la economía política, estar dentro de ese enredo de actos de explotación y medios de poder (de capitalismo y soberanía), dentro de la conexión inseparable que lo convierte en Estado. El Estado es explotación de los cuerpos de los trabajadores y es dominio sobre los cerebros de sus súbditos. La revolución es la crítica que los cuerpos ejercen contra esa explotación y ese poder soberano.

“Dentro contra”. A la inversión del dentro, le sigue simultáneamente el poder del contra. Hablar en contra significa, de hecho, comprender cómo los cuerpos pueden moverse contra el capital: significa, por tanto, traducir El Capital –libro inagotable de la crítica marxista– en experimento materialista de una revolución posible. Porque la conjugación «en contra» sigue y determina la mutación materialista del conjunto de los cuerpos en clase y constituye así el hilo rojo de la subjetivación de la lucha de clases. Es en este punto elevado del discurso de Lenin donde hay que plantar la pedagogía del marxismo, que no es ciencia sino en tanto que es crítica, y no es crítica sino en tanto que es subjetivación: no es posible ser marxista si no es dentro de esta paradoja leninista de la totalidad y del punto de vista partidario. Y así es como El Capital es aquí, por así decirlo, subjetivizado –lo que no significa abandonado a los placeres de una filología siempre curiosa, a veces disoluta, ni a las ceremonias de un dogmatismo rebelde. Significa más bien rearticulado en la relación histórica con las luchas, en las diferentes composiciones técnicas y políticas de las dos clases. El esbozo inicial de El Capital incluía un capítulo sobre el Estado, nos recuerda Rosdolsky. Marx no tuvo ocasión de escribirlo como continuación de los grandes capítulos de crítica económica que había esbozado, pero en sus escritos históricos y en sus discursos para la Internacional y sobre los hombres y partidos que formaban parte de ella, esbozó entonces un marco teórico. Lenin lo retoma y le da una musculatura que sólo la experiencia de una lucha de clases victoriosa podía sobreponer a los confusos acontecimientos y a las ocasionales y volcánicas polémicas partidistas. Aquí, pues, es donde la «subjetivación» expresa plenamente su sentido. Es válida como pedagogía, también es válida como el punto más alto de esa síntesis operativa del «dentro y contra» que hemos reconocido hasta ahora en las páginas de Estado y Revolución.

“Dentro y contra” son quizá suficientes para poner en prosa tanto El Capital como los escritos históricos de Marx. Pero en Estado y Revolución vamos más allá. La revolución ha comenzado, dice Lenin –¿Hacia dónde vamos? ¿Cuál es el más allá al que tendemos? Y aquí la acción subjetiva de Lenin se vuelve hacia la realidad: de la utopía a la ciencia, de la ciencia a la concreción de la fuerza revolucionaria. Parecería que hemos vuelto al principio y que el gusto por estar «en» y luchar «contra» el capital ha madurado como en un movimiento perpetuo. Pero no es así: aquí, la subjetivación nos permite enumerar positivamente los pasos que el ‘hacer revolucionario’ debe dar para construir el más allá, para ir más allá del más allá –del socialismo al comunismo. Y el camino se traza con la inteligencia y la fuerza de la praxis constituyente.

La utopía se devuelve a la realidad y se pone en forma de la misma manera en que se llevó a cabo el ataque a la actual dominación de clase. De este modo, la utópica «extinción del Estado» se entiende en términos materialistas como un proceso constituyente. Y este proceso se ve realizado, porque ya no es un ideal sino una prueba de subjetividad que transforma lo real: Marx y Lenin se recomponen definitivamente –¡qué fuerza a tener en cuenta! Destruir el Estado y reconstruir el conjunto de instituciones que permiten una vida libre, se convierte en una tarea que se realiza en común. Al final de la lectura de Estado y Revolución nuestros cuerpos están comprometidos en esa tarea.

2. El prefacio a la primera edición de Estado y Revolución está fechado en agosto de 1917, y la «posdata a la primera edición» está fechada el 30 de noviembre del 17, así: «El presente folleto fue escrito en agosto y septiembre de 1917. Ya había preparado el borrador del capítulo siguiente, el capítulo VII: ‘La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917’. Pero, aparte del título, no tuve tiempo de escribir ni una sola línea: la crisis política en vísperas de la Revolución de Octubre de 1917 me lo impidió. Uno no puede sino alegrarse de semejante impedimento. Pero la segunda parte del opúsculo (dedicada a la experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917) tendrá que aplazarse probablemente hasta mucho más tarde: «es más agradable y más útil vivir una revolución que escribir sobre ella».

Así pues, el libro se originó dentro de la Revolución, en agosto-septiembre de 1917 (cuando, tras el primer intento insurreccional fallido de julio, Lenin se vio obligado a huir de Moscú). En su composición actual, Lenin utilizó las notas sobre el Marxismo y el Estado, escritas en Suiza en el período inmediatamente anterior a su regreso a Rusia. En efecto, en Suiza, donde se había visto obligado a refugiarse de Cracovia, de la entonces Polonia austriaca que tras el estallido de la guerra ya no permitía residir a los ciudadanos rusos, Lenin redactó una triple serie de escritos: el primero es sobre estudios filosóficos, recogidos en los cuadernos sobre Hegel; el segundo está dedicado al estudio del imperialismo y luego a la redacción del ensayo popular sobre ese tema; por último vienen los cuadernos sobre Marxismo y Estado, que constituyen el antecedente inmediato de Agosto del 17. Ya hemos visto que el folleto se detiene en el séptimo capítulo.

Por un lado, la urdimbre de Estado y revolución es muy pedagógica, en su movimiento a partir de la recuperación de las hipótesis engelsianas sobre los orígenes del Estado y en el análisis de la maduración en Marx de un punto de vista de clase –nutrido por la experiencia de las luchas del 48 y del 71. El discurso pasa entonces al programa comunista y se compara con las posiciones de los partidos de la Segunda Internacional, en polémica con el reformismo socialdemócrata considerado inmediatamente como oportunismo. En el plan original, debería haberse añadido finalmente un análisis de la experiencia de la revolución de 1917 para afirmar la pertinencia del programa comunista y mostrar su madurez de masas. En este punto falta realmente el capítulo VII. Leamos íntegramente su esquema: «1. La nueva ‘creación popular’ en la Revolución. Quid est? (Plechanov, 1906). 2. Conferencias de 1905 (resolución de los mencheviques y bolcheviques, 1906). 3. Vísperas de la Revolución de 1917: Tesis de octubre de 1905. 4. La experiencia de 1917. Ascenso del movimiento de masas, Soviets (su extensión y debilidad; dependencia de la pequeña burguesía). 5. Prostitución de los Soviets por los socialistas revolucionarios y los mencheviques: milicia, pueblo armado; sección militar, las «secciones»; sección económica; exploración del 3-5 de julio; «independencia» del poder respecto a las organizaciones del partido. 6. El episodio Kornílov: degeneración de los mencheviques y los socialistas revolucionarios; el regateo del 14-19 de septiembre. 7. El mesianismo. ¿Quién empezará?». Incluso hoy, releyendo esa conclusión, uno se estremece ante la increíble clarividencia y la enorme fuerza que expresa este incipit.

3.Sin embargo, a partir de estas breves observaciones sobre la historia del texto (internas a su composición), un lector no habituado al estudio de la lucha de clases puede tener la impresión de que la escritura de Lenin es, por así decirlo, ocasional, táctica. Esto quedaría demostrado por el hecho de que el texto acumula referencias a la tradición marxiana para polemizar contra el revisionismo socialdemócrata y contra las fuerzas que se oponían al avance de la Revolución en aquel momento. Según esta percepción, el carácter ocasional premiaría, pues, la radicalidad de este ensayo. Desde este punto de vista, entonces, se trataría de la continuación de una batalla ideológica, ligada a la especificidad de la posición del partido bolchevique en la Internacional Socialista. De hecho, el texto es coherente y continuador de las polémicas y enfrentamientos teóricos anteriores, retoma y desarrolla sus temas. La batalla contra Plechanov se apoya aquí en la batalla contra Kautsky y ésta en el duro rechazo de Engels al programa de Erfurt y de Marx al programa de Gotha, etc. Por lo tanto, no sería erróneo considerar este texto como un arma ideológica, táctica (como dijimos) –en su carácter subsidiario, no sería portador de la verdad y la invención. Pero leerlo sólo bajo este prisma es realmente insuficiente. Porque lo que hace de Estado y revolución un texto clásico del pensamiento político no es la repetición de la crítica del social-chovinismo, sino –en un momento fatal, en el fuego de la insurrección– una crítica destructiva del concepto mismo de Estado y la fundación de otro concepto de poder, ¡con saludos incluidos a todos los que durante más de un siglo han repetido que el marxismo carecía de una doctrina del Estado!

Veamos, pues, cómo se desarrolla este proyecto en el pensamiento de Lenin en esta situación dramática pero auroral. Por un lado, el concepto de Estado se aísla de los poderes que se arroga como organizador general y motor del funcionamiento de la sociedad. Las funciones administrativas y productivas que la máquina estatal pretende contener y alimentar pueden ser arrancadas de su definición. Ya en la Comuna de París, estas funciones fueron reabsorbidas y expresadas en nuevas figuras institucionales sociales, en lugar de ser órganos subordinados o dispositivos del poder estatal. Esta es una exigencia fundamental para los comunistas, que quieren «transformar el Estado de órgano sobredeterminado en órgano enteramente subordinado a la sociedad» (como insiste Marx en su crítica al programa de Gotha). Se configura así una especie de camino ascendente, sobre los movimientos mismos del funcionamiento de la sociedad, que es recorrido gradualmente por las fuerzas del trabajo en lucha a medida que demuelen el Estado (es decir, el «poder político propiamente dicho»… según la espléndida definición de La miseria de la filosofía). Este es el camino configurado por el doble poder –que no es una indicación táctica para el movimiento revolucionario (también está, pero no sólo en este momento, en este camino de la insurrección a la revolución, como veremos en breve, sino una definición ontológicamente impactante de cómo y de qué está hecho el Estado: siempre un poder definido por una relación de fuerzas antagónicas– triunfante para los poseedores del capital en su figura actual, pero que será llevado a la destrucción con la victoria de la lucha de clases proletaria. Y esto no es más que el principio. A partir de la victoria contra el Estado, la clase obrera y las clases trabajadoras deben encontrar el camino para construir una nueva sociedad –tendrán que hacerlo en el mismo movimiento para destruir el propio Estado capitalista. Lo desmantelarán, entregando al ejercicio de la democracia obrera (cada vez más en términos de democracia directa) la clave de este proceso. Así es como Lenin pretende liquidar al anarquismo que, además de la destrucción del Estado, no piensa en la reconstrucción organizada de lo social.

El camino descendente, de la victoria revolucionaria a la construcción de una sociedad socialista y, al mismo tiempo, la imposición de las premisas del comunismo –este camino también será recorrido por la lucha de clases en forma de poder dual. Un poder dual proletario que, habiéndose apoderado del Estado, abra la lucha de clases para destruirlo y –al mismo tiempo– planifique la construcción de otra sociedad, de otro orden en el que la igualdad y la libertad (dejando de ser formales) se hagan reales.

Pero quienes consideran Estado y Revolución como un texto táctico, ocasional, pueden objetar aquí que, si bien Lenin teoriza una concepción dual del poder y del Estado, al mismo tiempo, define el poder dual como un episodio efímero, un expediente sólo útil en medio del proceso revolucionario. Y, de hecho, cuando uno lee las páginas sobre el poder dual en Estado y revolución, parece que la urgencia y el entusiasmo de hacer la revolución se llevan lo mejor del análisis materialista del Estado: el poder dual parece ser sólo un arma teórica y práctica en la inmediatez del choque y de uso momentáneo y transitorio… No es así. Esta subsunción del doble poder en una categoría de táctica es puramente retórica. No cabe duda de que esta laguna argumental desequilibra el análisis teórico, pero no afecta a su textura ontológica. Y ciertamente puede inquietar a los lectores hasta qué punto la experiencia del acontecimiento revolucionario –incluso en Vladimir Ilich– puede ser apasionante y exaltante en el «hacer» y orgullosa en el momento victorioso… hasta el punto de dejar de lado la teoría. Pero no para renegar de ella. Porque la teoría (la del doble poder en particular) es una acumulación de temporalidades revolucionarias, de experiencias de victorias y derrotas –es lo que sigue siendo esencial en el conocimiento del poder y por lo tanto en la conducción del proceso revolucionario: y Lenin lo sabe.

4. Construir otro orden social: la revolución consiste en esto y éste es el espíritu que atraviesa Estado y revolución. Sin embargo, ¡un espíritu repudiado y traicionado! Porque si el «camino ascendente» ha sido reconocido por todos y apreciado por los comunistas, muy poco se ha apreciado el «camino descendente», la «extinción del Estado» propuesta. Es verdaderamente increíble lo poco que se leyó en sus reales términos: la propuesta de profundizar la lucha de clases dentro, contra, más allá de la conquista del Estado. Se preguntaban, en el lado burgués, cómo un revolucionario e intelectual de la talla de Lenin podía haber expresado semejante disparate utópico: la extinción, el fin del Estado. Los llamados «leninistas» replicaron que la «extinción del Estado» no significaba su fin, su terminación, sino que indicaba lo que seguiría a la creación de una sociedad sin clases que, a su vez, sólo podría construirse mediante el máximo fortalecimiento del Estado (y de la lucha de clases) en la dictadura del proletariado. Esto es lo que escribió Stalin en Cuestiones del leninismo: «Algunos camaradas han interpretado la tesis de la extinción del Estado como una justificación de la teoría contrarrevolucionaria que habla de la extinción de la lucha de clases y del debilitamiento del poder del Estado. La extinción del Estado no se producirá a través del debilitamiento del poder del Estado, sino a través de su máximo fortalecimiento». En este punto, el debate dejó de existir. A los liberales escandalizados por la «dictadura del proletariado», los estalinistas les respondieron: «Incluso vuestro Estado no es más que dictadura, la dictadura del capital, de la burguesía». Dictadura contra dictadura, pues. Y los sombríos intérpretes concluirían: ‘Fascismo = comunismo, Hitler = Lenin’.

Una cosa es cierta: Lenin está a mil millas de distancia de esta trágica disputa. La extinción del Estado no es una utopía, ni un estreñimiento dictatorial del proceso revolucionario, sino la obra de construcción de otro poder: es el motor constitutivo de la lucha de clases que se pone en marcha en el momento mismo del choque insurreccional –que consiste, por tanto, en institucionalizar los órganos de la insurrección, en dar forma institucional a las figuras antagónicas que vacían de fuerza al Estado. Los soviets de campesinos en armas, por ejemplo, arrebatan al Estado tanto la capacidad «real» de dirigir a la nación en armas, como la «fuerza de la ley» en la garantía y protección de la propiedad terrateniente mediante la fuerza cosaca del zar (aquí se desenmascara el misterio del vínculo entre legalidad y eficacia que tanto fascina a la ciencia jurídica en el llamado Estado de derecho: ¡la envoltura «racional» de los dos términos no es, en este caso paradigmático, otra que el zar!). Por un lado, pues, se quitan las armas al enemigo de clase, y por otro, con las armas y el consentimiento de los campesinos al Soviet, se construyen nuevas instituciones de propiedad común y producción cooperativa para los que siempre han estado privados de ellas. Este es sólo un ejemplo, se puede repetir mil veces –y es un poder histórico que debe ser liberado traduciendo la nueva ley a través de un ejercicio constituyente de la fuerza proletaria, y articulando la abolición del Estado y la construcción de un nuevo orden.

«Extinción»: los llamados leninistas todavía nos dicen que significa duración y perspectiva de acumulación institucional. Claro, siempre y cuando uno no quiera verlo en términos positivistas, según ese materialismo sin vida que no tiene cabida en Lenin –porque la «extinción» para él es la exaltación de la subjetivación insurreccional, que siempre es productiva, y que debe permanecer siempre viva. En la superficie –advierte Lenin– el ‘doble poder’ se extingue rápidamente, por lo que es necesario soltar sus riendas cuando surge la posibilidad (como en febrero del ’17, como de nuevo en octubre del ’17) –más tarde, en el proceso post-revolucionario de construcción del socialismo, será posible revivir este doble poder, sacar a la luz su dimensión profunda y obtener la misma fuerza que en el proceso insurreccional. No hay «automatismo», no hay «espontaneidad» en esta «extinción» como en cualquier otro proceso de acumulación; hay subjetivación de masas y acción de las vanguardias de masas, articulación de sus diferencias y construcción de lo común. El dualismo del poder se ejerce, así, como poder constituyente permanente.

Una nota final a respecto: cuando los teóricos del «totalitarismo» yuxtaponen el fascismo y el leninismo como formas similares de gobierno totalitario. Tomamos esta denuncia en el sentido de que el poder es siempre una relación abierta. Ahora bien, sobre esta base, el fascismo y el leninismo podrían efectivamente representar en su forma dos figuras similares de toma totalitaria del poder estatal. Sin embargo, lo que es ontológicamente diferente (e irreductible al otro) es el Estado en manos de los capitalistas frente a una revolución que erradica al capitalismo (y con él al Estado) del control sobre la totalidad –que, de hecho, se mueve para construir otra realidad opuesta, la totalidad concreta de la libertad. Este último es el programa de Estado y revolución.

(…)

5. ¿Y seguirá existiendo ese «resto de Estado», de violencia predestinada a la dominación que puede ser abstracta pero que seguirá garantizando (incluso por la fuerza) el funcionamiento de toda la máquina? Este resto debería, según Lenin, desaparecer espontáneamente, y podrá hacerlo cuando el desarrollo de la lucha de clases haya barrido el globo y desarrollado el comunismo como sistema productivo –¡liberando por fin al hombre de la necesidad de trabajar para ganarse la vida!– ¿Un sueño político y tecnológico? Por supuesto. Un sueño compartido por el Marx de los Grundrisse y el Lenin de Estado y Revolución. Y es llamativo observar cómo en Lenin las condiciones para la extinción del Estado se plantean más o menos como los mismos agenciamientos que en los Grundrisse narran el triunfo del General Intellect (o inteligencia colectiva): en primer lugar, la eliminación de la distinción entre trabajo físico y trabajo intelectual; en segundo lugar, el desarrollo completo de las fuerzas productivas; y finalmente –la tercera condición material, ya incluida en la primera y la segunda– es la anticipación de un salto cualitativo que transforme las fuerzas productivas, es decir, un cambio en la conciencia y los cuerpos de los trabajadores. Para Lenin, sólo sobre esta base es posible la extinción del Estado. ¿Un sueño? Sí, pero también un proyecto. La revolución permanente vive de este proyecto y se construye sobre su tejido.

Lenin en Estado y Revolución habla de la extinción del Estado (por tanto, de ese desvanecimiento último de un poder político «sin nada más») como un camino basado en el hábito de la democracia –id est al ejercicio continuo de un poder desde abajo que construye instituciones de lo común. Esta imagen puede parecer utópica, pero sólo para quienes cultivan una idea teológica del Estado, o al menos la convicción de su necesidad ontológica. En efecto, hablan de la costumbre sin vacilar y, tomándola como fuente del derecho, no dudan en basar en ella la eficacia de los procesos de legitimación del poder y, eventualmente, de plasmación del consenso obtenido por fracciones minoritarias de la sociedad en un título de mando fundado en una voluntad trascendental. O incluso, en las sociedades laicas, transformar la voluntad de una mayoría electiva en una «voluntad general» –que represente al pueblo y a la nación– usurpando el poder de las singularidades y arrancando sus diferencias, reduciendo a unidad lo que es plural y rico en posibilidades. Para evitar estos malentendidos ideológicos, basta con releer las páginas de Lenin sobre la dialéctica hegeliana (en aquellos Cuadernos filosóficos que son contemporáneos de su reflexión sobre la teoría marxista del Estado) para comprender lo que significa ‘costumbre’ en el lenguaje de Lenin. Significa un comportamiento de masas que se convierte en instituciones, y ese ‘convertirse’ significa ‘generar’, promover, constituir, innovar –quitando a la dialéctica la ilusión idealista de ‘derrocar para mantener’… El materialismo histórico de Lenin (y de Marx y Mao) juega con la pasión dialéctica para no permitir el embrollo idealista e individualista de subyugar el movimiento a la cruda Wirklichkeit (realidad), sino para alimentar la acumulación proletaria de poder –en mayor extensión y masificación, incluyendo en ello las rupturas y desviaciones del proceso. Estado y revolución es una puerta que se abre para el pensamiento político más allá de la modernidad.

6. Las revoluciones socialistas y anticoloniales del siglo XX pasaron por esta puerta abierta. Las de Asia, Sudamérica y África. Lenin definió estas luchas como antiimperialistas. La subjetivación leninista del concepto marxiano de clase obrera permitió extender su poder y transformar la alianza de las capas sociales explotadas de forma diferente en confluencia e incremento, en convergencia de luchas contra las instituciones de la explotación y contra las clases sociales que disfrutaban de ella. Esta extensión planetaria de las luchas reconfiguró en la lucha antiimperialista el concepto de clase obrera que Lenin (y antes Marx) había asumido como el vector de la recomposición política internacional de los subalternos y –manteniendo sus funciones de recomposición– prefiguró su desarrollo que llevaría a la intersección de las luchas por la emancipación y a la convergencia de los movimientos de liberación. Un enorme panorama de luchas se abre así ante quienes quieren leer Estado y revolución proyectando su dispositivo sobre el «largo siglo XX» y el que le sigue. Todo ello bajo el signo del marxismo más original, el del Manifiesto Comunista.

El antiimperialismo de Lenin constituye, de hecho, el tejido de un internacionalismo reforzado. Es decir, el internacionalismo marxiano es aquí retomado por Lenin de manera radical: la relación revolucionaria es esculpida como una agencia que supera los límites de todo nacionalismo y abre la lucha revolucionaria a dimensiones globales. De nuevo un espacio del que el pensamiento de la modernidad, de Kant a Arendt, sólo ha rozado los márgenes en las pálidas propuestas de la «paz perpetua» o el «cosmopolitismo del espíritu». Sin embargo, también aquí, de derecha a izquierda, se ataca al internacionalismo leninista y se niega su concepto. Porque él mismo sería centralizador e imperialista. Por el contrario, en Lenin, el internacionalismo no es contradictorio con el derecho de los pueblos a decidir libremente su propio destino –no lo niega en ningún caso, al contrario, insiste en la solución de las dificultades y la superación de los obstáculos que impiden que un pueblo se plasme institucionalmente en un territorio, una nación en su hábitat. Esta incitación no es contradictoria: al contrario, Lenin insta a la construcción del internacionalismo precisamente insistiendo en el poder de sus componentes. Ahora bien, no sólo desde la derecha, desde la impertinencia nacionalista que funda su propia fuerza en la preservación del pasado, en el fanatismo identitario y el racismo, surgirá una dura oposición al internacionalismo leninista, sino también desde el interior de la III Internacional dirigida por los bolcheviques, ese internacionalismo será caracterizado a menudo como inadecuado o inepto para desarrollar el programa comunista. Y ese nuevo mundo que el pensamiento y la acción de Lenin habían configurado, será víctima de choques y crisis en los que las implicaciones nacionalistas y reaccionarias del «socialismo en un solo país» (aquella del XIV Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, de 1925, adoptada por Stalin) saldrán a la luz con creciente evidencia.

No obstante, el internacionalismo leninista ha resistido estos insultos y perversiones. Sigue representando un momento vivo, un corazón palpitante, dentro de cualquier proyecto de reconstrucción de un movimiento comunista. Si nos preguntamos por qué, comprenderemos inmediatamente que la razón de esta vitalidad del internacionalismo de Lenin reside en el hecho de que para él «internacional», antes de referirse a la nación, remite a un vector de lo político que se ha vuelto central en el siglo XX: la subjetivación de masas. En Lenin, el internacionalismo funciona refiriéndose a un sujeto global, alimentando su imagen, desarrollando su impacto, su potencia. La experiencia política de las masas, de la multitud, es para Lenin la base de todo proyecto político comunista. El internacionalismo, por tanto, no significa simplemente una acción que habita y articula muchas dimensiones espaciales, sino una acción que las inviste implicando «la conciencia, la voluntad, las pasiones, la imaginación de miles de hombres… de muchas decenas de millones de hombres espoleados por la más encarnizada lucha de clases». El internacionalismo significa una multitud de sujetos revolucionarios –pero también indica que cada conciencia es activada por una multitud de relaciones cooperativas y pasiones subversivas: subjetivación de masas en el terreno global de este mundo nuestro que hay que revolucionar…

7. Estado y revolución es, pues, un clásico del pensamiento político. No del pensamiento político moderno, productor del concepto de Estado soberano, sino de un pensamiento político que se aproxima continuamente a la idea de la extinción del Estado, en cuyo terreno se implanta una rica producción de instituciones del común.

Foto: Valerio Bispuri, Buenos Aires, 2012

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