Jesus Lara

Perú, un país que no termina de estallar.

Por JULIO FUENTES – (Presidente de CLATE, Confederación Latinoamericana y del Caribe de Trabajadores Estatales,
Secretario de Relaciones internacionales de Unidad Popular). 

El número de muertos tras dos meses de protestas en el país andino estremece. Sin embargo, esa violencia represiva no logra contener el conflicto social, que tiene sus raíces en la más profunda desigualdad. Pobreza, marginalidad, racismo, informalidad laboral, ecocidio, son algunos elementos que permiten entender por qué el pueblo no abandona las calles. La realidad del Perú, como la de cualquiera de nuestros países puede analizarse desde distintas perspectivas. Del enfoque que se elija para ello dependerá la posibilidad de encontrar explicaciones más o menos acertadas para entenderla.

El conflicto actual que atraviesa la hermana nación andina podría analizarse desde un punto de vista estrictamente político. De hecho, el golpe de Estado del Congreso contra el presidente Pedro Castillo dio inicio a la revuelta. Desde esa mirada podría evaluarse la debilidad del presidente depuesto, la validez o no de las acusaciones en su contra, el faccionalismo de las elites y sus múltiples partidos que no logran un gobierno estable, la conspiración del fujimorismo que destruye todo lo que no controla, la debilidad institucional de la democracia peruana, la corrupción de la clase política, entre otras posibilidades. Lo cierto es que, desde que el Congreso peruano dio un golpe de Estado contra Castillo el pasado 7 de diciembre, la magnitud de las protestas no dejó de crecer, y tampoco la violencia represiva. Pero los 69 muertos que se contabilizan a 60 días de iniciada la crisis no han logrado amedrentar a un pueblo cansado de abusos. El propio gobierno de Castillo sufrió a inicios de 2022 numerosas protestas debido al aumento del costo de vida y por demandas salariales insatisfechas. Ese pueblo cansado de abusos, que aún no encuentra un liderazgo que lo represente, explica mucho más de la realidad peruana que la interna palaciega del Congreso, que alternó cuatro presidentes en menos de cuatros años, antes de que asumiera el primer mandatario sindicalista electo en el país.

Jesus Lara

Si bien el reclamo por la restitución en su cargo del presidente lideró los reclamos de los manifestantes los primeros días, la revuelta se extendió por distintas ciudades y pueblos del interior del país y cobró fuerza en la región de la Sierra, de donde proviene Castillo. Allí se concentra en mayor medida la población de raíces quechua y aymará. La cuestión étnica no es menor, debido al fuerte racismo que existe en Perú. Y sobre todo porque “el maestro que bajó de la sierra”, como muchos calificaban a Castillo era percibido por el pueblo pobre como “uno de los nuestros al que no dejan gobernar”. Por eso mismo el golpe contra Castillo desencadenó una respuesta popular tan enérgica, porque más allá de los aciertos o desaciertos de su gestión de gobierno, lo que está en juego en Perú es que hay un pueblo al que no se lo deja gobernar. Y ahí la democracia se muestra como un espejo que devuelve un reflejo deformado y estalla en mil pedazos. En Perú, el país al que las elites latinoamericanas pusieron más de una vez como modelo de desarrollo económico con crecimiento y macroeconomía equilibrada, la protesta callejera da cuenta de una realidad que no se quiere analizar, ni mirar, ni cuantificar. La de la pobreza, la informalidad laboral, la marginalidad social, la del tercer puesto en muertes por Covid-19 en la región (tan solo superado por Brasil y México). Un país donde el Estado no llega, ni en escuelas, ni en hospitales, ni en obras de infraestructura como caminos, redes de agua potable, o ayuda social, a la inmensa mayoría de la población. Donde, por el contrario, el Estado llega de la mano de la represión y la concesión al sector privado de los bienes comunes de todos los peruanos y peruanas a precio de remate. Bienes que explican, en el caso de los minerales y el petróleo, más del 70% de las exportaciones del país, a la vez que su explotación en manos de trasnacionales, sin consulta previa e informada a los pueblos originarios, es responsable de la devastación cada vez mayor de territorios andinos y amazónicos.

Este es el escenario del Perú que resiste. Y esa resistencia muestra la potencialidad de un pueblo que, en su búsqueda de organización y nuevos liderazgos, ha sabido derribar mitos. Igual que pasó en Chile y en Ecuador en 2019, o en Colombia en 2021, los estallidos sociales no se explican solo desde la política institucional o la economía. Hay dramas más profundos que alimentan el fuego de la rebelión y que, cuando eclosionan, hacen caer como un castillo de naipes el relato idílico neoliberal según el cual variables como el crecimiento o el déficit son suficientes para definir el éxito de un país. Perú nos muestra hoy la cara de pueblo muy distinto a la imagen que la oligarquía limeña se ha esforzado por vender al exterior. Nos muestra a un pueblo que no aparece en las estadísticas de los analistas económicos. Un pueblo que pasó de pedir la restitución de Castillo a exigir la renuncia de Dina Boluarte, elecciones anticipadas y Asamblea Constituyente. Un pueblo que, en definitiva, parece haberse cansado de los espejitos de colores.

Fotos: Jesús Lara

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