Una despedida silenciosa

Por PAOLO VIRNO

Hace dos años, creo, Toni telefonea. Estaría de paso por Roma, me pide que nos veamos. Una hora juntos, con Judith, en una casa vacía cerca de Campo de’ Fiori (un escondite abandonado, habría pensado un pícaro del viejo PCI). Hablamos de nada o casi nada, sólo frases que ofrecen un pretexto para volver a callar, sin molestias.

En aquella casa romana tuvo lugar una despedida pura y simple, no disfrazada con cantos fúnebres ceremoniosos. Después de años de insultos gargantuescos y de fervientes felicitaciones por cada intento de encontrar la estrecha puerta por la que podría abrirse paso la lucha contra el trabajo asalariado en la era de un capitalismo finalmente maduro, un poco de silencio estupefacto no hacía ningún daño. De hecho, hermanaba.

Recuerdo a Toni, huésped en la celda 7 del pabellón de máxima seguridad de la cárcel de Rebibbia, llorando sin freno porque los guardias se llevaban en plena noche, en un «traslado desgarrado», a sus compañeros de digna desgracia. Y lo recuerdo irónica y spinozianamente en el patio de la penitenciaría de Palmi, durante la inculpación a la que fue sometido por un jefe de brigada de opereta, que amenazó con hacerlo matar por los futuros ‘colaboradores de la justicia’, entonces todavía beligerantes e intransigentes.

Toni era un prisionero torpe e ingenuo, desconocedor de los trucos (y del cinismo) que requiere ese rol. Fue calumniado y detestado como pocos en la Italia del siglo XX. Calumniado y detestado, como marxista y comunista, por toda la izquierda, por reformistas y progresistas de toda subespecie.

Elegido diputado en 1983, pidió a sus colegas diputados, en un discurso conmovedor, que autorizaran la continuación del proceso contra él: no quería eludir, sino refutar las acusaciones formuladas en su contra por los jueces de Berlinguer. Pero también pidió que continuara el juicio en libertad, ya que la prisión preventiva se había vuelto inicua y escandalosa con las leyes especiales aprobadas en años anteriores.

Es inútil decir que el Parlamento, ayudado por la izquierda reformista, votó a favor de devolver al acusado Negri a la cárcel. ¿Hay alguien que todavía tenga el deseo de refundar esa izquierda?

Toni nunca ha tenido miedo de pasarse de la raya. Ni siquiera cuando entabló un combate cuerpo a cuerpo con la filosofía materialista, incluyendo en ella más cosas de las que parecen interponerse entre el cielo y la tierra, desde el condicional contrafáctico («si quisieras hacer esto, entonces las cosas serían de otra manera») hasta la alianza secreta entre la alegría y la melancolía. Ni cuando (a mediados de los años setenta) consideró que el ámbito de la autonomía debía apresurarse a organizar el trabajo posfordista, articulado en torno al conocimiento y al lenguaje, obstinadamente intermitente y flexible.

Toni nunca ha sido prudente ni moroso. A menudo ha desafinado, esto sí: como les ocurre a quienes aceleran alocadamente el ritmo de la canción que han cantado, hibridándolo, además, con el ritmo de otras muchas canciones que acaban de escuchar. Su lugar habitual parecía a muchos, incluso a los más cercanos, fuera de lugar. Para él, el «momento adecuado» (el kairòs de los antiguos griegos), si no tenía algo de imprevisible y sorprendente, nunca era realmente adecuado.

Que no se piense, sin embargo, que Negri era un bohemio de las ideas, un improvisador de acciones y pensamientos. El rigor y el método abundan en sus obras y en sus días. Pero en cuestión está el rigor con el que debe sopesarse la excepción; en cuestión está el método que se adapta a todo lo que es, pero podría no ser, y viceversa, a todo lo que no es pero podría ser.

Insoportable Toni, querido amigo, no he compartido mucho tu camino. Pero no puedo concebir nuestra época, su ontología o esencia como diría Foucault, sin ese camino, sin los desvíos y retrocesos que lo han marcado. Ahora un poco de silencio benéfico, libre de todo pudor, como en aquella casa romana donde tuvo lugar una sobria despedida.

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