El genocidio negado. Comentario a Subasta de almas o Armenia arrasada.

Por ARIEL PENNISI 

“Hay, desde la primera infancia hasta la tumba, en el fondo del corazón de todo ser humano, algo que, a pesar de toda la experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente que se le haga el bien y no el mal. Esto es lo sagrado en todo ser humano antes que ninguna otra cosa”

(Simone Weil)

Gracias a la pacífica insistencia de Eduardo Kozanlián, referente de la comunidad armenia en Argentina (nacido en Rumania, residente en nuestro país desde 1952), de semblante amable presente en lo que hace y en lo que acompaña, gracias también a la traducción y el asesoramiento del historiador uruguayo Vartán Matiossián (Academia Nacional de Ciencias de Armenia) se publicó un libro preciso y conmovedor, Subasta de almas o Armenia arrasada. La historia de Aurora Mardiganián (Ediar, 2021, auspiciado por la Asociación Cultural Armenia Hamazkaín). Es un artefacto complejo que reúne el relato histórico sobre la protagonista, sobre cuestiones de traducción, sobre la búsqueda incansable de Kozanlián, sobre los rastros de la película homónima que Hollywood produjo contando con la propia Aurora (y que se estrenó en Argentina en 1920), imágenes facsimilares de la portada de la primera edición del libro, en Nueva York, 1918, y de la primera edición castellana, al año siguiente, el prefacio que la intérprete estadounidense H. L. Gates hizo para la publicación original del libro, y un apéndice con imágenes desgarradoras de deportaciones, entierros, súplicas. Pero lo que interpela hondamente nuestro aparentemente tranquilo transitar en el mundo, solo disimulado por una neurosis diagnosticada hace más de un siglo, es el relato en primera persona de Aurora Mardiganián, una joven de 17 años víctima y sobreviviente del genocidio cometido por el Estado turco, entre 1915 y 1923, contra la nacionalidad armenia (según la definición de Pascual Ohanian). Transcurría la Primera Guerra Mundial y Turquía era aliada de Alemania.

El comienzo del relato no puede resultar más cándido. Se trata de una chica de 14 años que se prepara para la celebración de las Pascuas, disfrutando de una atmósfera familiar cálida y pensando en cuestiones de coquetería y amistades. Pero la liviandad del relato no alcanza más de una o dos páginas, ya que la siguiente escena es la de un jefe militar despiadado (un Mutasarif, que solo rinde cuentas al Sultán) exigiendo a la familia de Aurora que le entregara a su hija para engrosar su harén. Pero el testimonio va más lejos, ya que Aurora cuenta que le oyó decir al tal Pashá Husein: “-Pronto llegarán órdenes de Constantinopla; ustedes, perros cristianos, serán deportados; no quedará nadie, hombre, mujer o niño, que niegue la fe mahometana…” Es que los cristianos, cuyas instituciones en otro tiempo y en otras regiones, sobre todo en Europa y en la invasión y conquista de América, fueron victimarias, en Armenia fueron víctimas de persecución e incluso de un genocidio que precedió al presente en este libro. En una nota al pie cuenta Gates que las matanzas del Sultán Abdul Hamid II, entre 1894 y 1896, fueron consideradas el último genocidio del siglo XIX, que se llevó consigo al 15% de la población armenia. El relato del drama de una familia acosada por un militar poderoso se convierte en la narración de los primeros pasos del Medz Ieghern o Gran Crimen, como llaman los armenios al genocidio. La mayor ciudad de Armenia por entonces, Van, se había vuelto el escenario de una matanza de armenios a manos del poder gobernante de los turcos. Habían echado a correr rumores de conspiración, de colaboracionismo armenio con los Aliados, como excusa, como ingreso a un tiempo signado por el terror.

El testimonio de Aurora es escalofriante y la empatía que provoca su lectura corre detrás de una angustia que ninguna solidaridad puede conjurar. Aurora, que presenció el secuestro de su padre y hermano, que fue obligada a observar como apaleaban hasta la muerte a su madre, que fue sometida a formar parte de un harén y en muy corto tiempo vio cómo los lazos que formaban parte de su relación con el mundo y la fe se derrumbaban, logró contar su experiencia con minucia cargada de afectividad, acoger en el recuerdo a los seres queridos y denunciar sin ahorro de nombres y apellidos todo lo que su cuerpo logró registrar, incluso recupera lo que otras chicas como ella le contaron mostrando un compromiso con esos testimonios. Incluso el instante de solidaridad y rezo, la organización momentánea del cuidado cuando, según cuenta Aurora, se preparaban para el exilio obligado, permite entender lo irreductible de una comunidad en sus últimos gestos.

A diferencia del tecnificado genocidio perpetrado por los nazis, tal vez, el primero asociado a la prepotencia de la razón, el genocidio armenio estuvo atravesado por una artesanalidad cruel y encubridora, tal vez de los últimos ligados a formas premodernas. La deportación armenia fue una teatralización que en el trayecto se cobró cientos de miles de vidas en una atmósfera de tortura y humillación permanente, sea por el hambre y la sed, las enfermedades o la incertidumbre de ser ejecutado, por la dureza del desierto al que muchas almas fueron arrojadas o el quebrantamiento psíquico como primer paso antes de la muerte. Hay algo en común, sin embargo, en los “crímenes de crímenes” (como Nora Cortiñas suele definir al accionar de nuestra dictadura de la desaparición de personas), un punto en que la razón de Estado es, al mismo tiempo, la ley absoluta y la ausencia absoluta de ley. La organización vertical, la disciplina militar, los comunicados y discursos leguleyos conviven perfectamente con los desmantelamientos ilegales de viviendas, los secuestros, las violaciones de mujeres y niñas, los asesinatos de hombres, mujeres y niños, la trata de personas y tolerancia cero para las minorías. Todo eso es lo que se niega cuando se niega un genocidio. Pero en términos más amplios, se niega la realización del exterminio de un colectivo entero, con su traza cultural, la vitalidad de su lengua y su arte, su religión y sus no religiosos, en el fondo, se niega la especificidad histórica de una forma de vida. Por su parte las posiciones negacionistas tanto como los Estados y referentes que muestran indiferencia hacia el problema del genocidio, dejan ver hasta dónde puede llegar el “pragmatismo” del poder y hasta dónde caló la fuerza del capital, teniendo en cuenta que no pocas veces es en nombre de importantes negocios e intercambios que se opta por desconocer la postura del Estado turco al negar el genocidio.

En el relato de Aurora, al menos lo que su intérprete logró traducir y organizar, no se destaca un tono de denuncia, sino que sobrevive en su palabra algo de la perplejidad que supo advertir Simone Weil en toda alma castigada. Una incomprensión estructural del mal infligido que precede a todo análisis político o incluso a la necesaria comprensión filosófica y antropológica del inevitable conflicto. Cuando alguien, amén del padecimiento de las peores vejaciones, logra sostener ese lugar de enunciación hace vibrar en una anécdota la condición humana. Ya a salvo en Estados Unidos, Aurora se pregunta si los habitantes de su nuevo país de residencia entenderán algo de la tragedia, si aquellos que ni por asomo conocieron los daños infligidos por turcos y kurdos del sur, entre otros, conocerán el valor del reconocimiento y la libertad. Justamente, sobre el reconocimiento y la verdad histórica comparte una sensación con la intérprete: “A veces me temo que muchas personas crean que somos un pueblo nómada o de una clase inferior. Somos en verdad diferentes. Mi pueblo fue uno de los primeros que abrazaron a Cristo. Es un pueblo noble y tiene una literatura más antigua que la de cualquier otro pueblo del mundo.”    

Prisionera en el harén del Bey Ahmed, un pastor conocido de su familia, el viejo Vartabed, la ayudó a escapar y le indicó un sendero. Fue acogida por unos agricultores kurdos y luego atravesó Dresim durante casi un año, entre “cautiva y vagabunda”. “Los de Dersim son en su mayoría agricultores, y a menudo se rebelan contra sus señores turcos. Aunque también son musulmanes fanáticos que profesan el odio racial contra todos los ‘infieles’, como consideran a los cristianos, no tienen la sed de asesinar personas que es común a todas las tribus del sur. A esto debo la vida”[1] Cuenta que en Erzerum presenció enfrentamientos de soldados turcos con cosacos y que encontrándose en un estado terminal fue al encuentro desesperado con un hombre de rostro bondadoso que, más tarde le fue presentado como doctor F. W. Mac Callum, “conocido en todo el Imperio turco por su bondad para con mis compatriotas”. Ahí mismo conoció al general Antranig, jefe de los armenios residentes en Rusia y figura del movimiento de liberación, que encabezó los regimientos de rusos y armenios enviados a combatir contra los turcos. Su relato había conmovido al general armenio y a un general ruso que se encontraba en ese momento en la casa donde la hospedaron. Luego le presentaron al “Gran Duque” (Nicolás Nikolayevich Romanov) y logró partir hacia Tiflís, capital del Cáucaso ruso, donde gracias a gestiones por él facilitadas se decidió su envío a Estado Unidos, previo paso por una Petrogrado atravesada por el germen revolucionario. En Estados Unidos fue recibida por el    Comité Americano de Socorro para Armenios y Sirios.

Osvaldo Bayer (a quien Eduardo Kozanlián quiso y admiró mucho), dedicó insistentemente, en épocas distintas, artículos al genocidio armenio, son especialmente conocidas sus contratapas de Página 12 al respecto. Uno de los tantos 24 de abril en que Osvaldo conmemoró el genocidio armenio, dedicó unas palabras a la aparición, gracias al periodista Emilio Corbière, de un texto que un Gramsci de 25 años había escrito, precisamente en 1916, a favor de los armenios, cuando el genocidio comenzaba a alcanzar densidad. En el semanario socialista El Grito del Pueblo, Gramsci escribía: “Entre tanto, cuando vimos que los turcos masacraban a millones de armenios, ¿sentimos el mismo dolor agudo que experimentamos cuando somos testigos del sufrimiento y la agonía, o cuando los alemanes invadieron Bélgica? Es una gran injusticia no ser reconocido. Eso significa quedar aislado, cerrarse en el propio dolor, sin posibilidad de contar con el apoyo de afuera o de la comparación. Para una nación significa la desintegración lenta, la anulación progresiva de los lazos internacionales. Significa ser abandonado, quedar indefenso frente a los que no tienen razón, pero sí tienen espada y dicen cumplir un deber religioso a través de la destrucción del infiel. Así, en sus momentos más dramáticos, Armenia solamente recibió unas pocas expresiones verbales de conmiseración y de repudio a sus ejecutores.” Y Osvaldo glosaba y cerraba su propio artículo: “Hasta allí Gramsci. Siempre un adelantado. Siempre con los que sufren. Los argentinos, en los organismos internacionales, debemos luchar para que Turquía reconozca su genocidio en todos sus detalles. Nosotros, que en nuestro territorio ocurrió el nefasto método de la ‘desaparición de personas’, uno de los peores crímenes masivos de la historia de la humanidad, la llamada ‘muerte argentina’, tenemos ese deber de conciencia.” (24/4/2010).

En una nota anterior, también un 24 de abril, pero hace 20 años, Osvaldo señalaba la insuficiencia de los gestos de memoria internacionales para con los armenios, recordaba la escandalosa negociación de presidente estadounidense Bush con el Estado turco para utilizar sus bases militares en la guerra contra Irak, y destacaba, de todos modos, algunos hitos a tener en cuenta, como el condicionamiento por parte del Parlamento Europeo al ingreso de Turquía como país miembro de la Unión Europea, llamando al reconocimiento del genocidio armenio. Pero en el recuento histórico no se le escapa una vindicación que, no hubiera sido de extrañar, si en su pillo fuero interno quedara asociada a la historia de un Simón Radowitzky o un Kurt Gustav Wilckens: “Años después de la masacre, en Berlín, un estudiante armenio mató al principal político turco que ordenó los cobardes crímenes. Juzgado por tribunales alemanes, el autor de la venganza fue sobreseído de toda culpa por haber ejercido el derecho de matar al tirano. Fue un veredicto judicial que tuvo trascendencia mundial.” (24/4/2003). 

Las injusticias debidas a asimetrías muy pronunciadas suelen sucederse de acuerdo a un modus operandi bastante frecuente: los poderosos, los que tienen espalda, quienes hacen suyos los medios económicos y jurídicos, tienden a jugar con el factor tiempo, apostando al desgaste de las víctimas que, en condiciones desventajosas, con escasos recursos y el progresivo olvido por parte de la comunidad, se debilitan progresivamente. Pero hay una misteriosa llama que, no pocas veces, mantiene con vida el deseo de justicia, permite a las víctimas desplazarse del lugar fijo de víctima para asumir un rol activo, hacer con esa llama un fogón para volver a contarse una y otra vez la historia, lo que solemos llamar desde nuestra tradición de Derechos Humanos “memoria activa”. Hay una frase hecha que reza “el tiempo cura”, se trata de una sabiduría popular que funciona como exhortación antes que como una sentencia sobre lo que es. El tiempo es amigo de la cura, incluso del perdón o de una transformación, cuando median las operaciones necesarias para que eso sea posible. Por ejemplo, para el caso de un genocidio atroz como el cometido por los herederos del imperio otomano en perjuicio del pueblo armenio, solo el reconocimiento por parte de un Estado verdugo como el turco, la claridad al respecto de la comunidad internacional y un proceso de restitución y reparación en varios niveles permitirían, si no la cura, al menos el paso del tiempo. Porque un tiempo que deja un genocidio en su lugar es un tiempo muerto, que no transcurre, un tiempo que no solo no cura, sino que encubre.  

[1] Dersim es un bello paisaje conocido (entre 70 y 90 mil personas asesinadas) por otro genocidio que tuvo lugar en 1937, también a manos del Estado turco, esta vez contra las tribus kurdas que se rebelaron.

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