Lula: la difícil equidistancia.

Por BRUNO CAVA – (Brasil): licenciado en Derecho e Ingeniería, máster en Jurisprudencia por la Universidad del Estado de Río de Janeiro, escribe para varios sitios, con artículos publicados en Opendemocracy, Al Jazeera, Alfabeta, The Guardian, Le Monde Diplomatique y las revistas Multitudes y Chiméres. Es autor de varios libros, entre ellos, La multitud se fue al desierto (Red Editorial, 2016), A constituição do comum (con Alexandre Mendes), New neoliberalism and the other (con Giuseppe Cocco), entre otros.

Lula dijo «no» a la petición del canciller alemán Olaf Scholz de suministrar municiones de los depósitos brasileños para los tanques Leopard entregados a Ucrania. Al mismo tiempo, Lula también dijo «no» a las presiones de los socios del bloque Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) para que se alineara con ellos en la votación sobre la Resolución nº ES-11/L.7 de la ONU (el 16 de febrero, Brasil votó a favor de la resolución de la Asamblea de la ONU que pedía la evacuación «completa, inmediata e incondicional» de los territorios ucranianos ocupados por tropas rusas). El voto de Brasil, finalmente coincidió con el de sus socios regionales con presidentes progresistas como Argentina (Alberto Fernandéz), Chile (Gabriel Boric), México (López Obrador) y Colombia (Gustavo Petro). Todos votaron a favor de la resolución que condenaba a Rusia en términos perentorios. Mientras tanto, los otros miembros del Brics, China, India y Sudáfrica se abstuvieron en la votación de esa misma resolución. El presidente del Partido dos Trabalhadores, que acaba de asumir su tercer mandato tras cuatro años de gobierno de extrema derecha en Brasil, se encuentra atrapado entre la condena formal a la invasión rusa en febrero de 2022 y negarse a participar en las sanciones económicas o directa o indirectamente en la guerra de Ucrania.

Brasil a favor del multilateralismo

Desde hace varias décadas, Brasil pide ser incluido entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, aportando como argumento la evidencia de que, en el siglo XXI, con una mayor distribución del poder de decisión en el mundo, ya no hay razón para que Estados como Francia y Reino Unido sigan siendo miembros permanentes mientras Brasil e India no lo son. Además de ser signatario del Tratado de No Proliferación Nuclear, Brasil también es parte del tratado fundacional de la Corte Penal Internacional –donde, por cierto, el expresidente Bolsonaro fue recientemente acusado por crímenes contra los pueblos indígenas y las luchas medioambientales en la Amazonía cometidos durante su mandato presidencial.

Bolsonaro, un nostálgico del último periodo de la dictadura cívico-militar en Brasil (1964-85), comparte con Putin afinidades de valores como el ultraconservadurismo religioso, la defensa de la unidad familiar y la reducción de la política al paradigma de la guerra. En febrero de 2022, cuando Putin ordenó una invasión a gran escala de su país vecino, los medios de comunicación organizados de la derecha brasileña empezaron a presentar a Bolsonaro como un genio estratega del lado de Putin. Sin embargo, las buenas relaciones interpersonales entre los presidentes de Rusia y Brasil no fueron suficientes para evitar que el Estado brasileño siguiera la tradición histórica de la Cancillería brasileña y votara en contra de la invasión en la resolución nº ES-11/1.

Ahora, además de condenar formalmente la invasión en la ONU, Lula intenta no alinearse ni con Putin ni con Zelensky, quizá con la esperanza de erigirse en mediador. La posición calibrada de Lula es similar al papel de mediador que planeó en 2009, cuando creó un grupo paralelo con Turquía para negociar la reducción de las reservas iraníes de uranio enriquecido. En una entrevista concedida a la revista Time en mayo de 2022, Lula afirmó que Zelensky también era responsable de la situación bélica y que el presidente ucraniano debía cambiar de actitud respecto a la guerra. Este año, ya instalado como presidente, negándose a suministrar municiones a los ucranianos, Lula apeló al dicho popular de que «cuando uno no quiere, dos no luchan», dando a entender que ninguna de las partes está interesada en volver a la mesa de negociaciones.

|El proyecto de volver a situar a Brasil en el mapa mundial de la diplomacia, invirtiendo así la tendencia aislacionista de los años de Bolsonaro, llevó a Lula a proponer un ‘Club de la Paz’, compuesto por Estados ‘neutrales’, con los líderes de China y Turquía, para facilitar la reanudación de las conversaciones directas entre Rusia y Ucrania. El anuncio de Lula fue celebrado por los miembros del Brics, incluida Rusia, así como por los miembros y simpatizantes del PT, que consideran a Lula un importante actor global que vuelve al servicio activo. Entre los aliados de los ucranianos, a primera vista, sólo Macron mencionó la propuesta de paz de Lula. El presidente francés subrayó durante la reunión del G20 en Nueva Delhi cómo las acciones unilaterales de Europa y Estados Unidos en su apoyo económico y militar a Ucrania les han llevado a «perder la confianza del Sur global».

La interdependencia ruso-brasileña

Detrás de las declaraciones y los ánimos ideológicos de Lula y Bolsonaro, hay una razón práctica más profunda que explica la reticencia con la que el Estado brasileño se ha posicionado en el conflicto: ambos presidentes cuentan entre sus bases parlamentarias con importantes sectores vinculados al agronegocio, cuyo valor ronda el 26% del PIB y el 48% de las exportaciones totales de Brasil, es decir, 160.000 millones de dólares/año. A pesar del clima favorable y la abundancia de tierras, los suelos de Brasil son generalmente pobres en nutrientes o están agotados por las culturas agrarias anteriores, una situación similar a la de Australia. La productividad agroalimentaria se ve afectada por el uso masivo de fertilizantes, especialmente los Npk (nitratos, fosfatos, sulfatos), de los que Brasil es el mayor importador mundial. Rusia, que satisface el 22% de la demanda brasileña, es actualmente –según cifras de 2022– el mayor país proveedor de esos productos. La industria agrícola brasileña no se ha molestado en desarrollar la autosuficiencia en la producción de fertilizantes, ya que siempre se ha considerado una mercancía de fácil acceso, por lo tanto, más barata de comprar en el mercado globalizado que internalizar la cadena de producción.

Bolsonaro fue el último jefe de Estado que visitó oficialmente el Kremlin, el 15 de febrero de 2022, cuando la escalada de las tensiones fronterizas ya insinuaba acciones drásticas por parte de Rusia. Anticipándose al endurecimiento de las sanciones económicas a la Federación Rusa, crecientes desde la anexión de Crimea en 2014, Bolsonaro se ocupó del interés del agronegocio asegurando la entrada de fertilizantes rusos (el punto número uno de la agenda del encuentro entre los dos presidentes). Además de importar una enorme cantidad de fertilizantes Npk de proveedores rusos, el agronegocio brasileño exporta productos alimenticios a Rusia, reequilibrando así la balanza comercial bilateral. En aquel momento, incluso con las tensiones internacionales a punto de estallar, con la visible concentración de tropas rusas en la frontera con Ucrania, Bolsonaro no tuvo reparos en destacar el «matrimonio perfecto» entre los dos países y que «Putin busca la paz».

Politizar el Sur Global

Las limitaciones del gobierno brasileño son similares a las de otras economías emergentes con poblaciones más pobres. Según el discurso gubernamental, la principal reticencia del Sur Global a implicarse en el conflicto proviene de la falta de margen político o socioeconómico para el sacrificio en sus propias sociedades. Existen problemas concretos de preocupación más inmediata, como la pobreza extrema, incluso la indigencia, la falta de servicios básicos, la crisis de la sanidad pública, la inflación de los productos básicos y la escalada de los conflictos sociales. Los Estados-nación del Sur global, donde se encuentra la mayor parte de la población vulnerable por la crisis, no podrían permitirse los costes de una guerra que ni iniciaron ni fomentaron, con armas y palabrería bélica. Y esto se aplica tanto a los costes directos, a través de las transferencias de materiales y armas o el posible apoyo financiero, como a los costes indirectos, derivados de los efectos colaterales de las sanciones o las interrupciones en la delicada red de interdependencias, que hacen subir los precios en el mercado globalizado.

La percepción expresada por los líderes de los Estados del Sur, como Bolsonaro o Lula, es que los países más ricos del Norte monopolizan la agenda global en reuniones, encuentros y organismos internacionales, en detrimento de las prioridades de las poblaciones más necesitadas, que se concentran mayoritariamente fuera de Europa. Sus críticas se basan en un sentimiento común de consternación y abandono de las prioridades más inmediatas de las sociedades, mientras Europa y Estados Unidos drenan los esfuerzos internacionales para armar y ayudar a Ucrania. De hecho, según los detractores más ácidos del esfuerzo occidental en apoyo de la resistencia ucraniana, si ésta no hubiera sido una guerra europea, librada en Europa y entre europeos, no se habría retratado de maneta tan sacrosanta como se ha hecho en los medios de comunicación. No se trataría, según esta objeción, como un parteaguas entre un antes y un después en el curso de la globalización, como si las demás conflagraciones mundiales, guerras civiles en curso y catástrofes humanitarias se hubieran convertido de la noche a la mañana en meros apéndices de la confrontación principal.

En la línea de este razonamiento defensivo y reactivo, pretendiendo hablar en nombre de los pobres del Sur Global, Lula se adhiere a la crítica de Estados con un largo historial de intervención militar externa, como Estados Unidos, que no tendría derecho moral a exigirle a él, presidente de Brasi, el sacrificio del «matrimonio perfecto» con Rusia y, mucho menos, a rechazar los planes de Brasil de equilibrar el panel de sus alianzas participando en un bloque alternativo al hegemónico occidental. Al decir «no» tanto a los socios del Brics como a las peticiones de una participación más incisiva procedentes de Scholz o Biden, Lula querría reabrir un fuego geopolítico cuyo análogo, en los tiempos de la Guerra Fría, habían sido las iniciativas de Nehru o Sukarno, que desembocaron en la conferencia de Bandung de los países no alineados en 1955.

Tensiones, contradicciones y dilemas

Sin embargo, todo el bloque discursivo planteado por los gobernantes del Sur Global contiene una contradicción. Si bien es tajante cuando discute con los líderes de Estados Unidos, Alemania o Francia, no ocurre lo mismo cuando se dirige a la joven república de Ucrania, el país más pobre de Europa del Este y con un pasado colonial no menos dramático que el de poblaciones de América Latina o África. La solidaridad a manifestar entre Brasil y Ucrania sería horizontal, una acción orientada a la reconstrucción del eje Sur-Sur desde abajo, desde las poblaciones, independientemente de las viejas potencias mundiales (EE.UU.) o aspirantes a serlo (China). En comparación con su antigua metrópoli, Ucrania no deja de ser un país del Sur global.

En un artículo de 1991, E.P. Thompson advertía cómo el uso de la expresión «Tercer Mundo» en aquel preciso momento se había vuelto hueco, convirtiéndose en un pretexto para el relativismo cultural, incluso sentimental. ¿Cómo podría Lula presentarse como mensajero de la paz, al frente de un país históricamente comprometido con la justicia internacional y los derechos humanos, y al mismo tiempo situarse en un punto intermedio entre opresores y oprimidos?

Esto significaría salir de la dicotomía Occidente vs. no Occidente, tan cómoda para el discurso antioccidental de la Rusia de Putin, para reconocer la existencia de los pueblos ucranianos como sujetos con su propia historia independiente, capaces de elaborar un punto de vista sobre los procesos de opresión. Por un lado, se evitaría la yuxtaposición hipócrita entre democracias y autocracias, como si Turquía o Arabia Saudita, aliados de EEUU y la OTAN, fueran Estados democráticos de pleno derecho; por otro, no se caería en un relativismo igualmente hipócrita que justifique, por ejemplo, no condenar abiertamente las violaciones contra las minorías y la oposición interna, como en Irán o Nicaragua.

Otra cuestión problemática en el discurso de Lula es la del agronegocio, cuya expansión es responsable del aumento de la deforestación en la Amazonia y de la destrucción de los ecosistemas del Cerrado (bioma del centro de Brasil, donde se produce soja y carne de vacuno). Por mucho que ahora haya un esfuerzo de marketing multimillonario para demostrar la conciliación virtuosa entre el agronegocio y el medio ambiente, los movimientos ecosocialistas brasileños no están de acuerdo y, por el contrario, proponen un cambio de paradigma. El eje de la propuesta de la izquierda ecologista es sustituir el régimen de colosales monocultivos por la agricultura campesina de pequeñas explotaciones familiares, así como sustituir la presencia intensiva de transgénicos y fertilizantes en toda la cadena de producción por una agricultura orgánica y sostenible. Al parecer, en la coyuntura actual, un cuestionamiento más directo del sector agroalimentario pondría al gobierno bajo presión tanto desde arriba, por parte de las élites agrocapitalistas y sus representantes en los parlamentos, como desde abajo, socavando el volumen de ingresos en divisas del que depende el gobierno de PT para aumentar el nivel de inversión pública.

Cabe mencionar un último dilema en relación con la posición de Lula sobre la guerra. Vinculada a la tradición de la izquierda nacional-desarrollista latinoamericana, la tendencia predominante en el Partido de los Trabajadores es identificar a Estados Unidos como el mayor riesgo para las pretensiones brasileñas de liderazgo regional y desarrollo autónomo. Estados Unidos sería el principal enemigo, teniendo en cuenta el pasado de la Doctrina Monroe, las circunstancias del golpe de Estado de 1964 y los análisis derivados de las teorías marxistas de la dependencia o el desarrollo desigual. Sin embargo, hoy sería necesario un análisis concreto de la situación concreta.

Habiendo vivido la experiencia de la invasión del Capitolio estadounidense por trumpistas radicalizados, el 6 de enero de 2021 Biden se anticipó a las articulaciones del golpe en Brasil enviando al propio director de la CIA y a otros emisarios al país. Entre 2021 y 2022, los enviados especiales del presidente demócrata se reunieron con miembros del Gobierno brasileño, generales del Ejército y el propio Bolsonaro para disuadirles de los planes golpistas. Por una convergencia de circunstancias, pero con importantes desarrollos en los próximos años, Biden y Lula están del mismo lado en defensa de las instituciones de la democracia liberal, en guardia contra el estallido de sublevaciones antidemocráticas lideradas por la extrema derecha organizada (trumpista o bolsonarista).

Como era de esperarse, el episodio del Capitolio brasileño se desarrolló el 8 de enero de 2023 con la invasión y saqueo de los edificios que albergan los poderes del Estado en Brasilia. Pero la montaña parió un ratón. Con el apoyo tímido e insuficiente de las fuerzas de seguridad y de los líderes políticos de derecha, la insurrección de los Bolsonaristas fue desmantelada y reprimida en pocos días. A cambio de defender la legitimidad del resultado y el Estado de Derecho en Brasil, Lula acudió oficialmente a la Casa Blanca a principios de febrero para subrayar que está con Biden y cuenta con él cuando se trata de defender la democracia frente a la nueva derecha autoritaria.

En última instancia, hasta qué punto la reconfiguración de las esferas de acción externa e interna del tercer gobierno de Lula cambiará las posiciones de Brasil en la guerra de Ucrania es una cuestión abierta, así como un terreno para la repolitización del Sur global y el significado de la democracia hoy, en medio de las tendencias y antagonismos de la globalización en crisis.

* Publicado originalmente en Jacobin Italia, 12/4/2023

Foto: Lula, Jacobin, Italia

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