¿Qué es esto? El peronismo, cuando no es mayoría.

Por ARIEL PENNISI – (Editor de Coyunturas, integrante IEF CTA A). 

El declive de las mayorías populares

¿Qué es el peronismo cuando no es mayoría? La pregunta no vaga indiferente a nuestro tiempo, sino que está a asociada un problema de época. Los nuevos escenarios políticos no exhiben mayorías en las calles ni en las mediciones de encuestólogos, sino artificiosamente (de un artificio atado con alambre) por obra de ingenierías electorales circunstanciales. De hecho, en las elecciones se debaten tercios cara a cara con la dispersión. Entonces, ¿qué es de un movimiento histórico surgido al calor de la irrupción popular, cuando su base social queda angostada a un tercio electoral y a una cultura del pasado, con su liturgia y doctrina siempre lista para ser lustrada como objeto de museo? Los últimos diez años de la política argentina dejan ver la pérdida de la condición mayoritaria del peronismo y la desvitalización territorial y sensible del kirchnerismo (su sector más dinámico en la última etapa) en favor del espectáculo de la rosca. Es un momento dramático, ni siquiera la potestad de los resortes del Estado logró ordenar como otrora a las fuerzas del campo popular en torno al eje peronista, al trazo grueso cada vez menos palpable de la justicia social. Prevaleció el “loteo” de espacios de poder y cajas presupuestarias, la traición al programa electoral, el ajuste con lenguaje socialdemócrata, la represión como política de seguridad, la inflación como factor recaudatorio… El resultado cantado es futuro anterior, el fin del ciclo progresista signado por la pérdida de base de sustentación social[1]. El final se da primero dentro de la propia constelación, la derrota antes de la derrota es interna cuando se da la espalda a las vitalidades que levantaron agitaron un nuevo posible y se desperdician los momentos de audacia histórica que sostendrían márgenes de dinamismo. Escuchamos a militantes, referentes e intelectuales referirse a la política solo en términos palaciegos, hablan desde bunkers y sótanos (incluso cloacas), evocan conspiraciones a la orden del día y no mucho más. ¿Es que no hay más? ¿Se mimetizan los protagonistas de la rosca y los espectadores, los militantes devenidos en comentaristas y los políticos vueltos celebrities o carne de escrache? Como si no hubiera afuera, mientras el afuera está cada vez más… afuera.

Los referentes partidarios y sociales del Frente de Todos parecían no encontrar otra posibilidad que un nuevo truco de ingeniería electoral a cargo de Cristina Fernández. Pero, en la medida en que las expectativas se orientan hacia el plano electoral como única salvación ante la posibilidad del retorno de la derecha al gobierno, las posibilidades de emergencia de una imaginación política desde abajo decrece. Y se da la paradoja: mientras mejores chances revelan las encuestas y el pulso político para una opción electoral cuya columna vertebral es la misma Cristina, se consolida la chatura política del campo popular, cuyas agendas oscilan entre las demandas sectoriales despolitizadas y el derrame de lo que fue politización social ya no entre las hendijas del realismo político (el que decide lo que se puede y lo que no se puede), sino de un realismo doméstico, menos ambicioso aún. Porque hay un detalle que nuestras y nuestros compañeros olvidan: “gobernamos” hace tres años y el ajuste y la represión tienen al peronismo como principal protagonista. Con la espalda de Cristina, la cintura de Massa y la presidencia decorativa de Alberto Fernández. Los 19 gobernadores peronistas y los cientos de intendentes del mismo espacio forman parte del proceso político actual, pero calculan siempre con mayor cercanía a las elecciones sus opciones, que los encuentran unas veces como malabaristas, otras como talibanes, cuando no directamente como panqueques. En estas condiciones, la imposibilidad electoral de Cristina, primero política y ahora reforzada por el barniz judicial alteró el curso ya flaco del Frente de Todos. Ante el cuestionable fallo judicial que la condena, podría apelar y avanzar en una candidatura de todos modos, pero, más allá del sentido heroico que propuso imprimirle a su desistencia, tras la saga de derrotas (2013, 2015, 2017, 2021) era difícil imaginar una intentona más. Sobre todo, si cuando se gana (2019) se gobierna de esta manera.

El peronismo histórico emergió como expresión institucional (con la lógica e imaginería propia de mediados del siglo XX) de la politización de sectores hasta entonces mantenidos al margen. La ambivalencia constitutiva de un movimiento urdido entre la fuerza de los de abajo y el verticalismo burocratizado alimentó conquistas y umbrales de subjetivación imprescindibles para la clase trabajadora. Sobre un fondo mayoritario cobijó también minorías y cimentó algunas trincheras frente a las fuerzas oligárquicas. Se trató de un animal bicéfalo: “peronismo menor”, siempre al ras de la potencia popular, incluso proletaria, y “peronismo de Estado”, donde priman la lógica del poder, el liderazgo, la estructuración burocrática de la construcción política, incluyendo al sindicalismo. Pero la época de las mayorías quedó atrás y el peronismo pasó de largo. Desde sus huestes se habla como si corriera aun el siglo XX, al punto de omitir los hechos: el último gobierno de Cristina fue pérdida para la clase trabajadora (respecto del propio anterior y el anterior aun, de Kirchner), la saga de derrotas entre 2013 y 2021 fue solo contrapesada en 2019, tras la catástrofe macrista, a costa del reduccionismo electoralista que hoy se paga con un nuevo horizonte de derrota. Pero esta vez, como decíamos, se corre el riesgo no solo de perder a manos de la derecha o la ultraderecha, sino de encarnar la derrota en el cuerpo propio, al punto convertirse en aquello que se combate.

En 2015 las elecciones extorsivas acorralaron cualquier ampliación de posibles para el campo popular, el consenso del ajuste con infame debate de dos opciones, “gradualismo o shock”, no fue puesto a consideración. Los nombres de Scioli, Massa y Macri expresaban gradientes de esa victoria por adelantado de determinados sectores de poder y, de hecho, es lo que venimos experimentando: primero Macri y sus cuatro años terribles, luego Alberto con Scioli y Batakis dejando muestras gratis de lo que hubieran hecho si ganaban en 2015 y finalmente el propio Massa haciéndose del timón con los buenos augurios del FMI y sus amigos de la embajada estadounidense. Todo el imaginario de un peronismo de gestas, el ímpetu militante y la solemnidad de quienes nos viven dando lecciones de política es humo en el agua, mientras lo que fluye es el capital. El peronismo real no es más el peronismo de mayorías y hasta hace poco no sabíamos “qué es esto”, es decir, qué es peronismo cuando no es mayoría. Sabíamos del peronismo como invención fresca, con el 17 de octubre en la nuca, sabíamos de la resistencia peronista tras el golpe del 55, del peronismo con su líder proscripto, del peronismo triunfante con uno al gobierno y otro al poder, incluso del peronismo de “Perón vuelve”, con la última ilusión mayoritaria entre planes consensuados con La Rural, la UIA y la CGT (el GAN), tensiones por izquierda y fuerzas paraestatales encomendadas al trabajo sucio. Llegamos a conocer, por esos vuelcos de la historia, un peronismo neoliberal de pura cepa como el de Menem, con la condición mayoritaria instrumentalizada con cinismo y después vuelta un espectro. Pero, ¿qué es el peronismo cuando no es mayoría? Y más aún, ¿qué es el peronismo ante los nuevos modos de valorización, la precariedad estructural del trabajo, la volatilidad ideológica, entre otros aspectos de nuestro tiempo?.

Hoy sólo la reacción de un lado u otro parece poder superar el tercio electoral, sólo el temor, la bronca, los prejuicios despojados del tamiz de los argumentos consolidan mayorías circunstanciales. Es decir, que la fauna del Palacio debe navegar en un pantano antipolítico, que con sus prácticas y omisiones contribuye a hacer crecer. El final del ciclo progresista en América Latina se dio –a diferencia de los años 70– en su momento menos dinámico. Como dijimos: fueran derrotas electorales, traiciones internas, golpes o destituciones ilegítimas, no llegaron en el momento álgido de la batalla, en el punto alto de las conquistas, sino en la claudicación, la pérdida de base social o la reducción de la política a la rosca. La condena de Cristina llega en el momento menos dinámico de un gobierno del cuál su sector conduce los principales ministerios, incluyendo el de Justicia. Al día siguiente, se le oyó decir al “Cuervo” Larroque, una de las principales referencias de La Cámpora y ministro de Desarrollo de la Comunidad de la provincia de Buenos Aires, que la condena a Cristina se puede leer como una vendetta por parte de los sectores poderosos que ella enfrentó en el pasado reciente. De ese modo omite referirse al actual gobierno, ya que sus políticas hoy son más bien parecidas a las propinadas por esos mismos sectores. De hecho, el propio Larroque fue una pieza clave del proceso de negociaciones frustrado que terminó con la represión de las personas que ocuparon el predio de Guernica[2] bajo la consigna “tierra para vivir”. Larroque por un lado, Berni, por otro, y los cuatro mil policías como materialidad que ninguna interpretación sesgada puede tapar con sus manos retóricas. A la hora de interpretar descarnadamente lo que está sucediendo, no se pueden dejar fuera del análisis estas prácticas ni cualquier vector que forme parte de la materialidad hoy vivida.

El problema es que cuando los boletines oficiales, la represión, la recaudación del Estado a costa de la inflación, la legitimación de la deuda externa, la pérdida real del poder adquisitivo, el aumento de la pobreza, contrastan tan contundentemente con las “banderas” o la narrativa del gobierno, no solo se vuelve alarmante el estado de cosas, sino que falla la tarea tan ponderada (tal vez, excesivamente) de construcción de sentido. Los discursos encendidos terminan rebotando solo en recintos para núcleos duros y el resto se ordena por conveniencias coyunturales, como siempre. Las teorizaciones de los intelectuales y periodistas oficialistas se vuelven cada vez más abstractas, en algunos casos, alcanzando con facilidad el ridículo. La disociación y la negación se vuelven las patologías más frecuentes de la militancia, y el conspirativismo de bolsillo, un recurso tan desproporcionado como ineficaz.

El peronismo ya no es un movimiento de mayorías y Cristina es una líder de un núcleo duro potente que no alcanza para ganar elecciones. ¿Cuáles serán las articulaciones y las construcciones necesarias para generar alternativas desde el campo popular? Las redes, minorías y sectores irrepresentables que contribuyeron a la victoria electoral de 2019 no se agotan en la instancia electoral. Tal vez, para una mejor performance, al menos defensiva, en ese plano sea necesario un cimbronazo a nivel de las prácticas barriales, institucionales, productivas. Una audacia desde abajo que sustente decisiones sobre los asuntos comunes afines al campo popular en toda su diversidad y sostenibles en el tiempo, incluyendo planes de contingencia ante el riesgo de un nuevo gobierno de la derecha. Y mecanismos que lo hagan posible, como cuando nos referimos a la necesidad de “nuevas instituciones del común”.[3]

¿Qué es esto?

Apenas unos años antes de dirigir el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Casa de las Américas en la Habana y de entrevistarse con el Che Guevara, Ezequiel Martínez Estrada, acompañando el clima (y el climax) antiperonista tras el golpe de la “fusiladora”, no sin un forzado rebusque como la comparación entre la figura de Perón y la del conjurador romano Catilinia, se lanzó a caracterizar al peronismo. El uso del pronombre “esto” parece restarle cualidades desde el título del libro al fenómeno en cuestión. En 2005, a 50 años de aquel golpe, la Biblioteca Nacional reeditó el libro ¿Qué es esto? Catilinaria[4], imprimiendo en la cuarta página un facsímil de la tapa original del libro editado por Editorial Lautaro en 1956. Una suerte de colección paraguas, titulada “Colección Los Raros”, albergó la larga diatriba antiperonista del ensayista argentino en un espacio adverso a semejantes atrevimientos. Las críticas no tardaron en llover. Con altura, Horacio González, un peronista heterodoxo, recién ingresado a la dirección de la Biblioteca Nacional, rescataba contra el olvido una obra incómoda para su propia tradición.

El primer rasgo que salta a la vista en la lectura de ese “raro” libro es la condición mayoritaria del peronismo, a los ojos de Martínez Estrada representación política de “ese populacho, desdichadamente mayoritario…”. Ni enemigos, ni detractores, ni críticos acérrimos dudaban de eso, el peronismo aparecía asociado, aún bajo ese reprochable desprecio, inequívocamente a las mayorías. Inmediatamente, en una de las comparaciones que Martínez Estrada establece entre el peronismo y la caracterización que Cicerón había hecho de su enemigo Catilinia, encuentra como rasgo común la disponibilidad de desesperados y resentidos y, sobre todo, el desaliento de trabajadores y pobres y “el cansancio de un pueblo ante la inocuidad y venalidad de los gobernantes y, por consecuencia, de los partidos políticos”. Un peronismo, ese, es decir, “esto”, originado en un caldo de cultivo que resuena con nuestro tiempo, una mayoría formada por la ambivalencia del descontento, entre el espíritu de lucha y el arribismo, la resignación y el deseo de justicia. Omite el ensayista la potencia del 17 de Octubre como acontecimiento por el cuál quienes tenían negado un lugar en la vida política atravesaron un umbral decisivo de politización. Es decir, que Martínez Estrada necesitó dejar de lado lo constitutivo del peronismo que es, al mismo tiempo, su potencial de desborde y de mutación, pero también su dinamismo siempre en riesgo.

Hay otro rasgo curiosa o azarosamente resonante entre la narración del ensayista sarmientino castrista sobre el peronismo y nuestro momento histórico: Argentina era un país sin proletariado, es decir, sin los problemas propios de un movimiento obrero organizado de base industrial. En cambio, Perón habría encontrado como base de sustentación una suerte de lumpenproletariat, “proletariado andrajoso, trabajadores poco especializados, una población desorganizada, desanimada, abatida, desunida, sin cohesión ni contacto entre sí, sin espíritu de clase…” Claro que esa descripción no es precisa, ya que había en el país una tradición obrera de diversas genealogías e incluso el 17 de Octubre tiene que ver en los hechos con la organización sindical. Tampoco hoy podría decirse lo mismo ya que por izquierda o por la vía peronista, incluso gracias a los movimientos sociales, algo de unidad y espíritu de clase sobrevive en el contexto de malaria. Pero lo que observó entonces Martínez Estrada como un punto de partida, aparece hoy como tendencia, no por simple inexistencia sociológica de proletariado, sino como efecto, de al menos dos sacudones decisivos: por un lado, la aniquilación producida por la última dictadura, enfocada sobre todo en el movimiento obrero organizado que, entre los tiempos del Cordobazo y junio y julio de 1975, había dinamizado el escenario social hasta atemorizar a los sectores dominantes; por otro, la transformación del mundo del trabajo y las formas de valorización, en el sentido de un extractivismo exhaustivo ya no solo de los recursos naturales, sino de las capacidades genéricas (humanas) y de la individualización de los procesos productivos que desarticulan la organización de la clase.

Martínez Estrada creyó que Perón había logrado formar una nueva clase, con hábitos, creencias y hasta doctrina propia. A modo de digresión, podemos afirmar que las fricciones del peronismo con la Iglesia, sus idas y vueltas entre las concesiones iniciales del gobierno y la insignia terrible inscripta en los aviones golpistas (“Jesús Vence”) permiten pensar en una suerte de mímesis de doble dirección: por un lado, la disputa territorial obligó a la Iglesia a pensarse como partido político o con una lógica similar, ya que el número y emplazamiento de unidades básicas parecía alcanzar al despliegue histórico de parroquias barriales en el cuerpo a cuerpo con fieles políticos y religiosos; por otro, el sentido de pertenencia forjado entre las mayorías populares y los “milagros” terrenos bajo la forma de políticas de Estado, confirieron al peronismo un aspecto religioso. Hoy día, forzando la comparación, los católicos que permanecen fieles lo hacen más allá de la pérdida de potencia institucional de la Iglesia; mientras que los peronistas, más allá de su ordenamiento o no bajo alguna conducción, más allá incluso de la condición popular –ya que los hay de clase media y hasta ricachones– alimentan contiendas electorales repartidas en tercios, ya sin las mayorías de otrora. El peronismo de los “valores” ya no es el peronismo de las mayorías, lo que suponía, como mínimo, una relación práctica entre la doctrina y el cumplimiento efectivo de derechos y distribución del ingreso (“Perón cumple…”).

La última vez que el peronismo alcanzó una mayoría electoral indiscutible fue en 2011, con Cristina Fernández como conductora con la muerte de Nértor Kirchner aun en carne viva. Aun así, no se puede afirmar que se trató de una mayoría solamente peronista, ya que buena parte del progresismo no peronista y sectores de izquierda, así como zonas irrepresentables del electorado alimentaron ese 54%. Y la tendencia era otra, ya que (no está de más recordar) la segunda fuerza estaba conformada principalmente por el Socialismo santafecino en una coalición progresista (FAP), la tercera por una mezcla de radicalismo familiar (el hijo de Alfonsín) y peronismo empresarial (de Narváez) y las dos siguientes por sectores ortodoxos del peronismo (Duhalde y Alberto Rodríguez Saa). De todos modos, la fórmula explosiva de esa victoria electoral aun involucraba a “los valores peronistas”: consumo y derechos. Mientras que hoy día, la disociación entre los “valores” y las políticas concretas vuelve cada vez más difícil la identificación política.

En el insultario de Martínez Estrada se encuentra también una verdad interesante, que, despojada de la linealidad de su bronca explica en parte el fenómeno peronista: Perón habría reclutado “residuos de todas las capas sociales”, aparte de recolectar “las limaduras del radicalismo, del comunismo, del socialismo y de los demás partidos…”. Es decir, que se trató de un fenómeno de gran movilización migratoria en varios niveles: del interior del país, de los bordes de las tradiciones políticas, de las clases sociales desacomodadas. Movilización de deseos de transformación práctica, despojada del romanticismo utópico, de la severidad izquierdista y de la vigilancia republicana. Hay algo del espíritu futbolero que acompaña la anímica peronista, una mezcla de sentimentalismo y pulsión resultadista. Por eso fue y sigue siendo común en el discurso militante la enumeración de logros, las conquistas históricas y las pequeñas ventajas coyunturales. En los años 2000 ese rasgo adquirió un barniz presuntuoso con el repiqueteo constante de la palabra “modelo”, que a un peronista sofisticado como Horacio González le resultaba inadecuada, prefiriendo un término más modesto, pero realista, como “orientación”. Igualmente, más allá del elemento narcisista que anida en todo militante sobreidentificado, goles son amores y el peronismo sobrevivió hasta nuestros días por vocación de poder y resultados. Por eso no deja de ser curiosa esta versión peronista que lleva alrededor de diez años de inercia sin mayores resultados, e incluso, en los últimos tres años sosteniendo un gobierno que, partiendo de las ruinas entregadas por la derecha, repetimos: aumentó la pobreza y la indigencia, duplicó la inflación, disminuyó el salario, legitimó el endeudamiento externo, tensó la relación con los sectores populares comprendidos en programas sociales y reprimió tomas de tierras, poblaciones mapuche y trabajadores en protestas.

Este peronismo que sólo es mayoría en las dependencias públicas y el gran Palacio vaciado de nuestros tiempos, merece ser pensado. La vicepresidenta, principal conductora de lo que queda del movimiento, habla en tono de víctima cada vez que, mediante la virtualidad o en un acto tradicional (con sectores muy tradicionales de la CGT y de los peronismos provinciales y municipales), se dirige a un pueblo ausente o, más bien, absorbido por preocupaciones que el gobierno del FdT no hace más que agudizar. Más allá de su grandilocuencia y de los sentimientos siempre legítimos de sus seguidores y fans, incluso más allá de sus indiscutibles dotes políticos, el efecto objetivo de este peronismo es la impotencia. Quejándose de su propio gobierno, Cristina no hace otra cosa que confirmar su imposibilidad de construir una alternativa política capaz de doblegar a los poderes fácticos sobre los que se muestra experta. Por eso, más allá de la subjetivación militante o simpatizante atravesada por la disociación, objetivamente queda al descubierto el sesgo dirigencial del FdT, la perdida de base social, la renuncia a la audacia que caracterizó al momento álgido del kirchnerismo y la derrota interna que antecede a la derrota electoral. En parte eso explica que la migración empieza a producirse en un sentido inverso y que el dinamismo, esta vez, lo pone la derecha.

Otra observación del autor de ¿Qué es esto?, ensayista vuelto historiador de su presente, es también prueba del contraste entre aquel surgimiento del peronismo primigenio y la decadencia de este que nos toca en suerte. Por entonces, el 17 de Octubre expresó, junto a un deseo multitudinario de dignidad, el hartazgo ante “muchísimos años de ser tratado como recua, engañado y embrutecido por todos los métodos que ya conocían los unitarios, los federales, los nacionalistas, los autonomistas, los conservadores y los radicales que ejercieron a su turno el poder”. Un clamor que hizo vibrar al mismo tiempo el rechazo antipolítico y la politización de los de abajo. Tuvimos un ejemplo de ambivalencia solo superficialmente similar en 2001. Pero hoy día el ánimo antipolítico encuentra al peronismo como parte del problema, mientras que la identidad peronista, distribuida entre accionistas, simpatizantes y el último núcleo duro, oficia como dique de contención, mas no como potencia de capitalización de esa antipolítica cada vez más generalizada. La diputa por el descontento debería ser uno de los índices más importantes.

Una nueva chanza comparativa parece asomar en el momento en que releyendo a Martínez Estrada se encuentra una idea igualmente amarga y cuestionable: el paso del peronismo por el poder del Estado no modificó estructuralmente la vida nacional, por eso, dice el ensayista con el golpe aun caliente, “el país sigue siendo, tras su caída, tan conservador como antes si no más”. ¿Se podría decir lo mismo, con igual tino y equívoco simultáneos del período kirchnerista? En otra parte definimos al gobierno de Cambiemos conducido por Macri como una contrarrevolución por una revolución que no habíamos tenido. ¿Por qué en aquella coyuntura de 2014, cuando los linchamientos protagonizados por personas de a pie contra jóvenes de las periferias adquirieron el rango de agenda mediática, sentimos que crecía la base de sustentación subjetiva de un conservadurismo creciente? En el momento en que se contaban conquistas al modo en que se enumeran títulos del cuadro de fútbol preferido y el campo popular parecía hecho de guiños excelsos, emergía como agua mugrienta de inundación ese humor social reaccionario que le dio la victoria a la derecha y hoy va por más con una derecha despeinada más reactiva cuanto más rebelde parece.

Pasolini decía que el fascismo no había producido verdaderos cambios en la sociedad italiana, como sí lo había hecho la televisión. El fascismo, ideología incrustada, se mantuvo mientras duró su fuerza amenazante, pero una vez derrumbado, todo volvió a ser muy parecido al período anterior. En cambio, la televisión como parte de un dispositivo técnico generalizado, se metió en la matriz misma de la lengua alterando radicalmente la sensibilidad. Sin acreditar en la comparación entre peronismo y fascismo (cuyas diversas composiciones sociales desmienten cualquier asimilación), el planteo de Martínez Estrada, como el de Pasolini, parecen atendibles, salvo por el hecho de que el peronismo engendró una subjetivación política duradera en el tiempo más allá de aquella primera estructura y del propio Perón. Alejandro Horowicz, en el epílogo a su libro Los cuatro peronismos, escrito veinte años después, sostiene que “El peronismo no fue capaz de ganar la durísima batalla cultural requerida para iluminar un nuevo sueño colectivo…”. Según Horowicz, la dirigencia peronista –podríamos deducir que igualmente su intelectualidad– menospreció la necesidad de una transformación subjetiva a nivel molecular, “como si su imbatible capacidad de vencer en las urnas fuera suficiente para alterar definitivamente el orden político”. ¡Qué decir del actual peronismo sin mayorías que puede exhibir virtudes, pero de imbatible no tiene nada!

La negación de los procesos de subjetivación por abajo es hoy mucho más reprochable que entonces, ya que la legitimidad de los gobiernos y del Estado mismo está quebrada y es imperioso construir legitimidad de lo común desde una diversidad de prácticas y actores que exceden a las instituciones. De hecho, la última mayoría electoral se obtuvo a base de una ingeniería frágil que contó con sectores muy conservadores y también con un electorado más dinámico de composición, como decíamos, irrepresentable. Es decir, planteó desafíos mucho más complejos en lo político en un sentido amplio, que la contienda electoral en la que se descansó. Por ejemplo, el campo de fuerza de los efectos con autonomía respecto de las causales circunstanciales, es decir, los efectos de la victoria, la alegría de sacarse de encima a la derecha en las elecciones y, al mismo tiempo, los posibles que se abrían a partir de ese puro efecto.[5] El resto fue puro loteo, como dijo un escritor y ex ministro de la nación reconvertido en periodista y blogero. El loteo, a diferencia de la mística de la plaza de asunción de aquel 10 de diciembre de 2019, es la confirmación de una lógica segmentaria y rosquera que se lleva puesto cualquier criterio común. El posibilismo que algunos tardíamente (demasiado tarde, en realidad) se animaron a admitir fue sólo la punta del iceberg, ya que la base de la política institucional es el verdadero problema: toda noción común, todo criterio compartido asociado a la política como don está dramáticamente sometido a un reparto parcelario de cajas y territorios. El problema no es la existencia de esas variables siempre presentes en la política tradicional, sino la reducción de lo político a esa carnicería, como reverso del país ganadero devenido sojero.

Rodolfo Kusch atribuía al peronismo los rasgos de la rebeldía, esa forma de estar en el mundo “con toda su energía disponible sin saber a dónde va”. Elemento indecidible que no deja saturar su sentido por las dicotomías morales ni los finales felices cantados, barro de los barros que debe atravesarse sin un horizonte claro, acabado. Tal vez, por eso el sesgo programático de las izquierdas resultó muchas veces una barrera, tal vez, por eso mismo, el peronismo excesivamente “realista” de hoy se vea tan distanciado de los flujos populares que cada tanto arman algún entusiasmo colectivo, si no como los huracanes de antes, al menos como un ventarrón favorable. La posición de quien se arroga el saber sobre lo posible niega la imprevisibilidad que anida en el sesgo rebelde como marca de origen del peronismo. Sabemos que todo origen es una máscara o una arbitrariedad, como las primeras líneas de una narración que encuentra por el camino lo que buscaba sin buscar. Kusch describe un peronismo anti-doctrinario, que no dice exactamente lo que hay que hacer, sino que viabiliza formas de estar que el propio pueblo propone desde su deseo de “estar siendo”; pero que, con el ingreso de la clase media en su seno, “se impone la burocratización de esa propuesta de estar”.

Horowicz, sensible a los efectos de las dictaduras, se refiere a una mayoría post peronista, la mayoría del terror en el cuerpo, la mayoría del consenso alfonsinista y luego menemista y aliancista. Es decir, un tipo de mayoría que no está más asociada a una apuesta política de carácter popular, sino estrictamente reactiva. Miedo vuelto chatura y chatura que vuelve a los cuerpos temerosos por estructura. El sistema representativo se vuelve pura delegación, la clase dirigente una “casta” (como la llamó Podemos en España hace diez años y la derecha reaccionaria en Argentina hace diez minutos). “Representantes profesionalizados”, dice Horowicz, dueños de un “mercado cautivo”. Hoy la fidelización parece ser inversamente proporcional a la capacidad de expansión. Y lo que falta, el “pueblo que viene” (como le gustaba decir a un filósofo), encontrará sitio a partir de un giro en las prácticas, de un tipo de encuentro más pillo y menos adulador, de la reintroducción del don y la generosidad en la política. Mientras el encadenamiento de intereses particulares que involucran a crápulas, grupúsculos, cuadros más y menos importantes, domine los resortes de una institucionalidad devastada, mientras no encontremos núcleos vitales y formas de proliferación de la fiesta (correlativa del duelo por una revolución que no fue ni será) capaces de alterar las relaciones de fuerza, ninguna expectativa parece sensata.

Para Omar Acha la clase obrera llegó a adquirir “una efectividad propiamente histórica, en algunos instantes superior a las estructuras invisibles, a las instituciones dominantes y a los individuos prepotentes…” Y, matizando el planteo de Horowicz, plantea sobre el 17 de octubre que “El corte histórico que ese acontecimiento significó continuó en su movimiento molecular y organizativo durante los días siguientes.”[6] Nuevamente el animal bicéfalos: el peronismo, nacido de la arremetida popular, de una heterogeneidad reunida alrededor del fuego revanchista y el modelo de la fiesta como forma de encontrarse, sin perder completamente esa vitalidad “de origen”, se redefinió como partido estatal, con su estilo de gobierno algo autoritario y su apuesta institucional entremezclada con lo partidario. En ese movimiento –que no es “el movimiento”– no paró de crecer en el plano electoral, configurando una suerte de asimilación entre la condición mayoritaria y el control del Estado, el deseo de bienestar y las políticas públicas, la argentinidad y la identidad peronista.

Por su parte, las bases sindicales nunca dejaron de pelear y, a pesar del impulso normalizador de la burocracia cegetista plegada verticalmente a la conducción de Perón, sostuvieron un grado de conflictividad entre el 46 y el 55 con cientos de huelgas y negociaciones, que desmiente la imagen conformista construida del movimiento obrero durante ese período (de la que, tal vez, el propio Martínez Estrada fue víctima o promotor). Ahora bien, si el momento de la revuelta –una revuelta en el doble sentido de lo que se rebela en las personas y los colectivos, y lo que se revuelve a nivel de la composición social– hizo posible la pujanza sostenida de las conquistas institucionales y vitales de los primeros “años felices”, la performance electoral en su punto más alto no evitó el golpe y derrocamiento del gobierno. Recordemos que un domingo 25 de abril de 1954 en la elección intermedia (que incluyó una poco convencional elección a vicepresidente a causa de la muerte de Hortensio Quijano) el oficialismo obtuvo el 64,52% de los votos. Apenas un año y medio más tarde, sin armas para el pueblo, ni llamamiento a la solidaridad regional ni resistencia de algún orden, un partido militar fragmentado, una Iglesia a la contraofensiva, una oposición hundida en su gorilismo, sumados a intereses foráneos, lograron interrumpir el proceso político en marcha –con la salvedad de que esa “marcha” ya no coincidía en las políticas con la marcha peronista.

Hoy nos toca un tiempo en que el Estado y las instituciones no cuentan con la legitimidad propiamente moderna que caracterizó a los Estados en la época del primer período peronista. En estas condiciones, tras la irrupción de 2001, el kirchnerismo en parte fue forzado por la capacidad reivindicativa y negociadora de diversos actores populares y, en parte, capturó algo de esas energías inventando su propia fortaleza. Pero últimamente, digamos, en los últimos diez años, la pérdida de permeabilidad, imaginación política y, finalmente, legitimidad es palmaria.

Al parecer, la rosca, esa actividad que, tras bambalinas, define a la política profesionalizada, pasó a un primer plano. Comenzando por la elección a dedo por parte de la principal conductora del peronismo de un político especialmente rosquero, vuelto candidato a presidente. O mejor, profundizando una tendencia que se venía manifestando, incluso de manera explícita, cuando el anterior presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Mozó (de Cambiemos) se despidió de su rol con la inequívoca frase: “reivindico la rosca”. Ahora bien, en otro tiempo histórico, incluso reciente, la actividad gestionaria, las negociaciones opacas, el juego de máscaras, en definitiva, la habilidad entre el profesionalismo y la pillería que se le podía pedir a un político o a un cuadro intermedio, estaban asociadas a cierto dinamismo social y a resultados mejores y peores. Pero lo propio del tiempo que nos toca pensar, agujerear y tal vez transformar, es el desacople casi completo entre la rosca y la calle. Una imagen de superficie ilustra bastante bien la distancia: el inefable Cuervo Larroque, tras la victoria en el mundial de la Selección Argentina, mientras la calle fue ganada por una alegría desbordante, plena de iconografías futboleras y afectividad que rebotaba entre los cuerpos presentes y las imágenes de los jugadores, subió a su cuenta de Twitter una imagen del “Chiqui” Tapia, presidente de la AFA, hombre de la rosca más opaca que se pueda imaginar, ligado al mundo de las barras bravas, a los negociados con fondos públicos, al ejercicio del poder para un grupo selecto. Más allá de la banalidad del ejemplo (y de lo nada banal de la banalidad), la pregunta que parecen rumiar quienes sin alto nivel de politización, pero al menos con curiosidad se hacen: ¿en qué piensan, de qué hablan, a quién se dirigen… a quién dirigen? Mientras tanto, quienes no necesitan hablar siguen facturando, como dijo Cristina cuando presidenta: “se la llevan con pala”.

* Publicado en Coyunturas, febrero de 2023.

[1] Junto a Salvador Schavelzon publicamos un texto en dos partes en el medio español El Salto, donde caracterizamos el final del ciclo progresista, con el objetivo de contribuir a una imaginación distinta para los tiempos que vienen:

https://www.elsaltodiario.com/opinion/fin-ciclo-progresista-derivas-america-latina

https://www.elsaltodiario.com/analisis/segunda-parte-fin-de-ciclo-progresista-derivas

[2] Para informarse sobre lo ocurrido en Guernica recomendamos: http://rededitorial.com.ar/quepasoenguernica/

[3] Ariel Pennisi (2022), Nuevas instituciones (del común), Buenos Aires: Red Editorial.

[4] Ezequiel Martínez Estrada, ¿Qué es esto? Catilinarias, Ediciones de la Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2005.

[5] Rubén Mira y Ariel Pennisi, “Puro efecto”: https://rededitorial.com.ar/ma/puro-efecto/

[6] Omar Acha, La Argentina peronista, Red Editorial, Buenos Aires, 2028.

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